El mayordomo del tío del último zar de Rusia

Foto 1917. ABNE. El zar, Nicolás II,  y Joffre. Al fondo el tercero, el Gran Duque Nicolaievich.
photo_camera Foto 1917. ABNE. El zar, Nicolás II, y Joffre. Al fondo el tercero, el Gran Duque Nicolaievich.
Uno de los más fieles servidores de aquella familia aristocrática era natural de la provincia de Ourense


La niebla que envolvía el misterio de cómo había sido asesinado el zar Nicolás II y su familia conmovió al mundo. Ni siquiera, la sentencia a muerte que el Tribunal bolchevique les había impuesto a catorce soldados por aquel crimen había desvanecido el enigma de semejante horror. Desde aquel instante, los supervivientes de la familia imperial rusa estuvieron, aún más si cabe, en el centro de la crónica social en especial, el Gran Duque Nicolás de Rusia. Las noticias que llegaban desde Francia del tío del malogrado zar, eran el testimonio de que este personaje carismático se encontraba en el punto más álgido de la popularidad cuando la muerte lo sorprendió. En 1929, ironías de la vida, lo que no había hecho la guerra lo hacía una neumonía mal curada. Y, como suele suceder, la desgracia no vino sola. En pocos meses, la viuda, Anastasia, se vio obligada a vender el diamante rosa de la zarina Catalina para mantener el patrimonio familiar. 

Mientras ambas noticias hacían correr ríos de tinta entre los medios de comunicación europeos, aquí, en el marco local, La Zarpa sacaba a la luz un dato sorprendente, ni más ni menos, uno de los más fieles servidores de aquella familia aristocrática era natural de la provincia de Ourense. La exclusiva se le hacía llegar el secretario del Gobierno Civil, Faustino Santalices, al diario ourensano y de inmediato, se difundía por la prensa española. Efectivamente, su convecino de Bande, Francisco Pérez, originario de Corbelle, le había contado las andanzas y mudanzas que había vivido, durante más de una década, al servicio del Gran Duque Nicolás Nicolaievich de Rusia. Lo cierto era que la historia del tío del zar Nicolás II, no tenía desperdicio. Con tan sólo veintiún años ya había sido oficial del Estado mayor, e incluso, había sido condecorado en la guerra ruso-turca, en 1877, con la encomienda de la Orden para el Mérito. Era toda una autoridad dentro del imperio zarista. El mismo sobrino, el zar, casi siempre lo enviaba en misión diplomática a lugares en los que los asuntos requerían de personas de su máxima confianza. 

Es así como sus destinos se entrecruzan en las postrimerías del siglo XIX. El Gran Duque Nicolás llega, como embajador de Rusia, a Portugal. 

Tan pronto como toma posesión del cargo, lleva a cabo una reestructuración del personal de la embajada. Y, en efecto, es en ese instante, en el que Francisco Pérez les solicita a los propietarios del hotel lisboeta “Braganza” en el que trabajaba, rescindir el contrato para poder ocupar el puesto de ayuda de cámara de aquel diplomático. Más tarde, cautivado por su discreción, le ofrece formar parte de su servicio personal. Y, en poco tiempo, bajo su tutela, recorría medio mundo. De Portugal se marchaba a Alejandría; y, desde allí, a Rusia. No obstante, la incipiente inestabilidad que provocaban los bóxers, en Asia, les hacía partir, con urgencia, para la embajada de Pekín. En China, al igual que otras potencias imperialistas europeas, Rusia tenía importantes intereses, sobre todo en la región de Dailan y Lüshun -esta última rebautizada, más tarde, con el nombre de Port Arthur-. Aun así, en esta ocasión, Francisco Pérez, se incorporaría, con posterioridad a la expedición. El Gran Duque, previniendo males mayores, lo enviaba a París, para que pudiese adquirir conocimientos elementales de curas de urgencia y de tratamientos preventivos de enfermedades tropicales, en la clínica prestigiosa del doctor Albarrán. Sería, pues, desde allí desde donde viajaba a la capital de China para ponerse, ipso facto, al servicio de su protector. 

Una vez resuelta la misión diplomática en la región asiática, regresan a Rusia. Es entonces, cuando Francisco Pérez conoce de primera mano a personajes que mueven los entresijos en el Palacio de Invierno; entre ellos, al controvertido monje Grigori Rasputín. Era evidente que la coyuntura prebélica lo había cambiado todo; inclusive, el modo de vivir de la realeza zarista. Y, es en ese escenario convulso en el que divergen sus caminos. Nicolás Nicolaievich, asume el mando del ejército hasta que Alemania rompe el frente ruso. Luego, cuando suben los bolcheviques al poder se refugia en Francia. Por su parte, Francisco Pérez, no deja ni de servir en casas aristocráticas, ni tampoco, de pasar largas temporadas estivales en su pueblo natal.

A pesar de ser un joven inquieto, e incluso, de vida agitada, no todos vieron en sus andanzas una excepción. La propia corresponsal de guerra, Sofía Casanova, traía a colación el testimonio de otro joven gallego que, sorprendentemente, también se llamaba Francisco que había tenido una trayectoria similar a la del ourensano. Bien es verdad que, en esta ocasión, servía a Agüera, un ministro plenipotenciario de la embajada de Varsovia. No obstante, al igual que su tocayo, no sólo había sido ayuda de cámara sino también portador de asuntos personales que llegaban desde el Ministerio. La reportera lo recordaba como un “baluarte” dentro del Cuerpo Diplomático. El sosiego que mantuvo, por ejemplo, en la noche agosteña de 1920, cuando la invasión bolchevique amenazaba con caer sobre la capital polaca, había sido, para todos, una luz en la oscuridad. 

Ciertamente, el que la historia de estos jóvenes diese, ahora, que hablar a los periódicos, tampoco podía ser fruto de la casualidad. Iba más allá de la anécdota. El nacionalismo necesitaba de héroes que, a pesar de recorrer el mundo, conservasen incólumes el patrimonio nativo de la esencia gallega. Y, en realidad, los dos Franciscos, siendo víctimas de la lacra de la emigración, sirviendo fueron triunfadores. Para muchos intelectuales eran, sin duda, el arquetipo racial en el que residía el secreto de la prosperidad de Galicia.

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