Ourensanos en la guerra de Marruecos

Foto Chao 1921. Cedida por la familia. Personal del servicio de Aeronáutica militar.jpeg_web
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Era una incógnita. Hubo dudas, desde luego. Sin embargo, al final, España permaneció neutral en la Gran Guerra. Quizás fuese una neutralidad tibia, de acuerdo. Pero, a fin de cuentas, fue la única manera de no sembrar un motivo más de discordia en una sociedad ya de por sí crispada.

También es cierto que el ejército, en crisis y anticuado, necesitaba resarcirse del desastre del 98; pero no en la contienda europea. El gobierno ponía sus miras en un colonialismo terapéutico, en el norte de África. Militares y gobernantes necesitaban recuperar el prestigio perdido. Y, qué duda cabe de que el escenario más idóneo para hacerlo no era el europeo sino el africano. Después de todo, el Rif no era ni América ni Europa. Era, más bien, una prolongación del país. Las cabilas aún estaban mal equipadas y vivían en un estado de precariedad y de anarquía. Nadie se imaginaba, en 1912, que cuando parte del territorio de Marruecos pasaba a ser Protectorado español, se comenzase a escribir la historia de una tragedia.

Es evidente que, ni los políticos ni los militares, tenían claro qué tipo de colonialismo había que llevar a cabo. Y, por supuesto, aún menos, los ciudadanos. Para algunos, como Manuel Muleiro, por ejemplo, África había sido el salvoconducto que le había permitido esquivar la Justicia. Andrés Rodríguez, soldado ourensano, destacado en Tetuán, en el reportaje gráfico que le envía a la revista Vida Gallega retrata a aquel ribadaviense, camuflado de moro, que vivía en el fortín de Dar Murcia como pez en el agua. No era, pues, de extrañar, que, al igual que él, otros pensasen que el Rif podría ser el destino adecuado para jóvenes como Emilio Cid, vecino de Maceda, que aterrorizaban a la vecindad con su conducta agresiva. Aun así quienes hacían estas cábalas eran excepción. Hubo familias que, cuando el ferrolano Canalejas eliminó la redención del servicio militar obligatorio por dinero, siguieron accediendo a préstamos para entrar en la fórmula de cuotas. Ahora nadie se libraba de ir a filas, pero al menos, con este sistema, se reducía a cinco o a diez meses. Eso sí, en ese corto período de tiempo sólo cabía encomendarse al Altísimo. María Martínez, madre del militar ourensano Leandro Arias, era bien conocida entre el clero de la ciudad de las Burgas por costear hasta dos misas diarias, y cuantas vigilias podía, por su hijo, que servía en Ceuta. Sin embargo, no todas las familias pudientes eligieron esa opción. Con dolor, muchas decidieron enviar a sus hijos menores 16 años al extranjero, sobre todo a América, básicamente porque creían que tenían más posibilidades de sobrevivir allende los mares que en África.

La Estadística del Ministerio de la Guerra, año a año, parecía darles la razón. Sin tener en cuenta el número de pérdidas en combate, sino tan sólo los muertos por enfermedades comunes dentro de la tropa, las cifras eran estremecedoras. En 1921 la mortalidad en la península, sólo por este concepto, rondaba de media el 7%; y, en Ceuta, Melilla y Larache, el guarismo se multiplicaba por dos (14%) .

Indiscutiblemente, la exigüidad sanitaria en el ejército no era más que la radiografía de lo obsoleto que estaba la infraestructura militar; incluida la logística -el Dédalo mismo, buque insigne de la Armada, había sido un mercante cedido por Alemania, reconvertido, en España, en portaaviones-. Y, si ya era alto el índice de fallecidos por enfermedades o por accidentes, como el del malogrado capitán ourensano, José Valencia Fernández, el levantamiento de las cabilas lideradas por Abd el Krim incrementaba el número de muertos.

El hijo de Carlos Valencia fue, sin duda, uno de los pioneros de la recién nacida Aeronáutica Militar española. Había dirigido el Aeródromo Los Alcázares y contribuido a formar al personal del servicio aéreo. De todas formas, los primeros pasos en la vida castrense los había dado como cadete en la Academia Militar de Infantería, y su primer destino había sido el Regimiento Ceriñola núm. 42; el mismo que en 1921 se asentaba en África. El informe de Ángel Morales Reynoso, coronel al mando del Regimiento, recogía que el 3º Batallón de la 3ª Compañía se encontraba en Annual antes del fatídico ataque de las cabilas. Allí servía el alférez Modesto Martínez Taboada -hijo de Moisés Martínez, un abogado ribadaviense-, bajo el mando del capitán Arístides Corch Pí. Por desgracia, desaparecía en combate al igual que otros muchos, incluido el comandante general de Melilla, Silvestre. Uno de los escoltas del general, Julio Vázquez cuando meses más tarde llega a Ourense, con permiso, para recuperarse de una herida de guerra, afirmó verlo morir en aquella retirada que se convirtió en un infierno.

El trágico desastre desató la revancha. Llegó a Galicia la Legión hispano-cubana, formada por 731 soldados de distintas nacionalidades americanas. Y, desde aquí, se dirigió a Ceuta en el Marqués del Campo. De ellos un 64% eran españoles y, de éstos, el 10% ourensanos. Aun así, la euforia de un ejército que necesitaba asombrar al mundo y ensombrecer, con las hazañas en África, lo que había pasado en América, no fueron sino monsergas. El lastre de las funestas decisiones no sólo le costó a España cientos de millones sino también miles de hombres muertos.

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