Los Villalba-Montero, montaña, agua y fuego

Puede que me falte la imparcialidad de que gala debe hacerse en este modus scribendi cuando me refiero a esta familia de tan grata memoria, de tanto arraigo aquí, que, de procedencia madrileña, pero venidos de Zamora, aún mantienen a unos cuantos de sus miembros morando entre nosotros, eso sí, ya galleguizados. Los Villalva con uve, como ellos resaltan ante cualquier veleidad que tengamos con la Villalba que todos conocemos, eran aquellos 14 hermanos que tanto empataron con los míos hasta que fuimos 15, extinguiendo aquella amistosa pugna telefónica que manteníamos cada vez que un miembro más nacía; ellos dejarían, yo diría que profunda huella, por su singularidad, y en el mundillo deportivo, qué vamos a decir. Referirse a los Villalva-Montero era como hablar de la montaña, del esquí, sobre todo, sin que se limitasen a ser meros practicantes si no que aun constructores de unos esquís de fresno que manufacturaban dándole la curvatura adecuada a los cantos en la caliente agua de As Burgas, o construyendo veleros artesanales para surcar aguas dulces o marinas en su taller de Peña Grande, en Madrid, o montándose sus propios veleros para auparse en las nubes de la sierra de Guadarrama o Gredos. A Andy e Ico, que Andrés y Federico, los mayores, me los encontré después de su etapa ourensana, en Madrid construyendo, en un garaje propio, veleros que luego vendían, previo ensayo en los embalses de la zona. Por aquí huella dejaron por las cimas del San Mamede, en tiempos cuando por sus laderas se esquiaba y se llevaba las tablas a hombros unos 15 kilómetros. Eran, como mayores, el motor y referente de sus hermanos menores, aunque allí no importaba la edad porque se vio que esta familia capaz de portar a la montaña a sus descendientes aunque fuese en capacho. Amparo, Julia y Marita eran las hermanas mayores, que transmitían esa tradición deportiva, plenamente desarrollada por Mª de los Angeles, arrojada como pocas en el trepar por laderas, o las gemelas Ana y Mª Teresa en todos las excursiones que por aquel entonces tenían como referente la sierras de San Mamede, la de Queixa o las Trevincas; a la del Xurés no tiraban tanto o eso entiendo; en salidas extra muros se les podría ver por los Pirineos, Picos de Europa, Guadarrama o Gredos. Siempre como lema la aventura, nunca frenada por las inclemencias fuesen de nieve o de lluvia. Nazario asumiría un rol de referencia entre los de su edad, ejerciendo un cierto liderazgo por sus conocimientos del monte; Pablo, su hijo, atravesó a nado el estrecho de Gibraltar, hazaña al alcance de solo privilegiados; también Alfonso y Carlos se implicaban como otros aguerridos en el montaraz medio; Bernardo no andaba a la zaga de sus mayores, y la benjamina María del Pilar, Pilara, seguía la traza familiar, y el menor, José Luis, con tanto precedente, incrementaba sus aficiones deportivas. Era un ambiente de tan particular y creativo que podías ver a los más diestros montar pieza por pieza un motor de un 2cv (aquellos Citroën, dichos “dos caballos”) en el mismo patio de luces de su domicilio del Posío con cierto estrépito, que perturbaba a sus no siempre tolerantes vecinos. Uno tiene que hacer acopio de memoria para rememorar solamente un poco de éstos tan singulares hermanos que un día hasta me indujeron a montar la bici en la baca del Mangana, ir al santuario de Os Milagres, apearnos con otra docena o acaso veintena entre hermanos y amigos, subir los esquíes al hombro, y¡ hala !, hacia las cimas del San Mamede, 1.616 metros, donde en sus entonces amplios neveros hacíamos algún descenso, juntamente con Tovares, Gurrieranes, Regos…, con vuelta antes de la caída de la tarde, para atar esquíes a la barra de la bici, y rumbo a la ciudad. Otra forma sería portando esquíes de Casaio a Fonte da Coba, en las Trevincas, casi 1.000 metros de desnivel, con el premio de una bajada esquiando por térrea pista nevada. Al revés de nuestra familia en la que todos con un mote, ésta, de castellana tradición, matritense sobre todo, muy pocos apodos porque funcionaba con su nombre del registro Civil y aun ahora como recuperando lo que nosotros por familiar sobrenombre teníamos, ellos cuando se refieren a Ico le dirán s Federico y a Andy, Andrés. Andrés, el padre, alto cargo de Aduanas, ejercía, por traslado, su administrativo oficio en el edificio de la Hacienda Pública, y la madre Amparo, la enorme tarea de echar adelante a toda esa desbordante y, por demás, imaginativa familia. En largos y diarios recorridos cuando jubilados, hacían gala de su carácter deportivo, sin que se hallase un solo día en que no se les viese pasar con un aire marcial impropio de sus años. Con ellos de retorno a sus lares de la capital de España, ya precedidos de parte de la familia que acomodo iba haciendo en distintas partes del país, solamente nos quedaría por aquí para mantener ese espíritu Julia, María Teresa; Ana María, después; por un tiempo, Nazario y Bernardo; José Luis, por el Sur, y otros por todo el hispánico mapa y por la capital de España. A todos los que huella dejasteis y como línea a seguir por varias generaciones que no han olvidado vuestro legado, lo mejor para esos 14 que ya tantos no son, de los 15, que tampoco, las mejores venturas. El tiempo va menguando, casi siempre por arriba, a las familias, pero no su espíritu, y estos Villalba lo tienen tan desbordante que lo van transmitiendo a unos descendientes, en un espectro interracial, ya en el cultivo de los corporales ejercicios, ya de los intelectuales, unos cuantos siguiendo la traza pictórica marcada por sus antepasados, los Madrazo, cuyos cuadros cuelgan en el Museo del Prado. Uno endeudado está con estos amigos que hicieron que mi horizonte un tanto limitado a los alrededores del barrio de A Carballeira, se extendiese por todas las señeras sierras de San Mamede, Queixa-Manzaneda, Las Trevincas o aún más allá. Gratitud para tan singulares, que todavía en tercera generación, mantienen ese espíritu de amor a la montaña, con juntanzas familiares de un casi centenar a la vera de las Trevincas cada año.