Opinión

Mirada y memoria de Iria Flavia

O xeitoso voar do vincallo, que me pintaba jeribeques en torno a la cabeza y saludables desidias alrededor de mis ojos atónitos, iba y venía por el cielo de Iria, por el carballal de Pedreda, por la piadosa nube de Herbón, mientras unos versos dolientes me golpeaban las sienes, casi con una deleitosa suavidad, para que ya de niño me pudiese sabiamente herir aquella geografía que llevo, a la vuelta de tanto tiempo ya, aún pegada, para mi bien, a los más hondos pliegues de los párpados.” 

Esta geografía única, se guarda siempre en la mirada y la memoria de un artista que escribía en 1953 las líneas que acabo de citar para el número del centenario de Faro de Vigo, bajo el marbete “Padrón, Padrón, Santa María, Lestrove…”. Camilo José Cela evocaba su niñez de un modo similar a como la recordaba por esos mismos años en la minuciosa elaboración del tranco primero del libro primero de

La cucaña. Memorias de Camilo José Cela, titulado La rosa, que vio la luz en el otoño de 1959, especialmente en el capítulo “La reconquista de Iria”, que cerraba la primera edición de uno de los más prodigiosos libros de memorias de la literatura española. Unos pocos años antes de iniciar la publicación de dichas memorias en el Correo literario dibujó bajo el título de “El cementerio inundado” (Arriba, 4-III-1947) el “viejo, cordial cementerio de Iria”. En el artículo el joven maestro CJC aparecía bajo el que sería uno de sus habituales perfiles, el de vagabundo –todavía no ha publicado el Viaje a la Alcarria– mirando lo que ve, lo que acontece a lo largo del camino: 

“Por la carretera de Iria baja a hombros de sus amigos el último muerto padronés. El caminante no sabe si es hombre o mujer, si joven o viejo, si padre o mozo. Las mujeres de negra toca a la cabeza van detrás, rezando el rosario en voz baja, pensando en sus afanes, múltiples como la vegetación. 
El caminante los ve pasar, camino de los olivos de Adina y se descubre.”
Por un momento la mirada del viajero en su tierra natal ha reemplazado a la memoria evocativa. Mirada y memoria, dos sumandos que articulan las mejores esquinas de la literatura de CJC, se aparejan en estos artículos que fueron a parar al apartado “Balada del vagabundo sin suerte” del libro, importante libro, Cajón de sastre, que ediciones Cid publicó en 1957 inaugurando la colección “Altor”. 

Al margen de otros muchos perfiles hay en la escritura de Cela un rasgo latente que aflora aquí y allá, y que la proyecta hacia el espacio-tiempo que le vio nacer y en el que reposa para la eternidad. Es el perfil del escritor que mira, con una mirada amasada en la memoria, la geografía que le vio nacer. No creo que se pueda echar en saco roto un dato que a menudo ha pasado inadvertido.

El primer volumen en el que el joven maestro reunirá sus iniciales colaboraciones en la prensa periódica, Mesa revuelta, publicado en Madrid en 1945 se abre con un artículo titulado “Iria Flavia”, que había visto la luz en Sí, el suplemento del diario Arriba (25-VII-1943) y en la revista Fénix en agosto de ese mismo año. El año 1943 es año santo, con tal motivo el viajero CJC se acerca a Compostela para rezar ante el Apóstol, pero en esa aproximación reverbera en la mayoría de párrafos Iria Flavia, “donde Dios, que es tan bueno conmigo, ha querido que naciera”. De esas reverberaciones quiero recordar la que ofrece el cementerio de Adina: 

“Santa María la Mayor de Iria-Flavia, enlosada de epitafios, espantada en sus hieráticos santos románicos y rodeada de un cementerio –el tierno cementerio de Adina, de Rosalía– donde los muertos se cubren con dulce tierra, la madreselva olorosa y enamorada se cuelga por los muros y el olivo es el árbol funerario, alza su arquitectura al borde mismo del camino real.”

La evocación desde la memoria o el bosquejo pictórico desde la mirada de esta tierra ubérrima están latiendo en la obra de Cela especialmente en los primeros años de su andadura literaria y en los que la habrían de cerrar, aunque su presencia es una invariante de su silueta de escritor. Basten un ejemplo, en El asesinato del perdedor (1994) leemos: “El mirlo fue el pájaro de mi feliz niñez, el mirlo silba con mucha melodía y no disimula jamás los sentimientos […] de niño en Iria Flavia tuve un mirlo que se llamaba Tabeirón que silbaba los primeros compases de la Marcha Real, se los enseñé yo con mucha paciencia”.

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