Opinión

El negocio de las lágrimas

En lo que se tarda en recorrer este artículo, el presidente Bush ha

tenido tiempo de llorar varias veces. Confiesa que lo hace con

frecuencia, excepto en relación a Irán ('Dead certain'). Cuando le

vienen las lágrimas, tiene la suerte de que Dios le presenta su hombro

para que se apoye. El superpresidente Sarkozy es inmune a esas

flaquezas pero, desde la altura de la Historia, vigila las cuitas de

sus ciudadanos por si los sondeos. Cuenta la prensa francesa que ha

montado en el Elíseo un departamento con la misión de rastrear  día y

noche los medios de comunicación en busca de víctimas. En cuanto las

encuentra, las consuela. ¿Que un gendarme muere en acto de servicio? De

inmediato convoca a la viuda y los huérfanos y luego les pone un piso.

¿Que a un escolar lo desprecian por negro? Invita a merendar al negro y

mete un puro al director del centro.

A los McCann no los recibió porque no tienen la fortuna de ser

franceses. A estos escoceses les desapareció su hijita. No se les vio

muy tristes porque son británicos aunque a lo mejor lo estaban. Sin que

nadie les echara en cara la frescura de haberse largado a

cenar  dejando solos a tres niños pequeños, convirtieron su tragedia en

el dramón del año. Los portugueses tienen el corazón fácil y se

volcaron. Los públicos ingleses, que consumen grandes dosis de  salsa

rosa para tapar la pésima calidad de lo que comen, se apuntaron a la

empresa de solidaridad como a una empresa imperial, por patriotismo.

Una inundación de eurolágrimas anegó la Europa fría. Unos empresarios

avispados entrevieron bisnes.

Los McCann recolectaron un capitalillo y viajaron por medio

mundo. Saltaron al éxito porque les habían secuestrado, o tal vez

asesinado, a la pequeña. Los policías del continente desatendieron sus

labores para buscar a la inglesita y organizaron un tráfico de perros

especialistas en husmear cadáveres. Ahora que en televisión proliferan

las series de sabuesos científicos, es un buen momento para actualizar

a Lassie, a Rintintín y al perro Rex. El 'corazón corazón' de 'aquí hay

tomate' se desinteresó de dolores lejanos y masivos, de Darfur, de

Irak, de los náufragos del estrecho, para centrarse en la suerte de

Madeleine. Famosos de la cara y la calderilla pusieron sus talentos al

servicio de los MacCann, recién llegados al gremio.  

Papa Ratzinger, que lógicamente no ha tenido tiempo de ocuparse

públicamente de los náufragos de las pateras o de las madres de Irak

(sí ha recibido obsequioso a sus verdugos, uno de ellos británico), les

concedió un minuto. Por supuesta desazón paternal, por comprensible

desequilibrio, por cálculo  o por disimular (según la última versión),

los McCann tejieron una entramado publicitario que ahora,

independientemente de su conciencia,  les ahoga como una gigantesca

tela de araña. Pidieron publicidad a gritos. Cuando la obtuvieron,

reclamaron el derecho a su vida privada.  

En el viaje de regreso, o de huida, o de lo que sea, a su pueblo

los atosigaron las mismas cámaras de televisión que antes los habían

acompañado en el sentimiento en nombre de toda la humanidad.  La pobre

niña -y es lo único que cuenta- no aparece. Los guionistas buscan un

colofón. El público está desconcertado. La bolsa tiembla otra vez. Los

ojos se sienten un poco ridículos de haber llorado.

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