Opinión

La ardilla, el árbol y el legislador

Cuentan las crónicas que, allá por los tiempos de alguna nieta de María Castaña, nieta o bisnieta, que en eso no se ponen de acuerdo los cronistas, en aquellos días, la Península Ibérica estaba tan poblada de ellas que una ardilla que se subiese a un árbol en el Pirineo leridano, con la intención de ir a tomar baños de sol en Algeciras, podría ir saltando de rama en rama, de árbol en árbol, sin necesidad de pisar el suelo hasta atravesar España de ese modo.

Evidentemente hoy no es así. La oveja es un animal que, a su paso, no deja una planta viva porque es capaz de comer toda especie vegetal que se le ponga por delante. Desde que los llamados Reyes Católicos se dedicaron a promulgar pragmáticas que privilegiaban a los dueños de los grandes rebaños de ovejas agrupados en la Mesta, en una asociación de ganaderos perteneciente a la nobleza, el país se fue desforestando hasta llegar a ser lo que hoy conocemos como la meseta castellana. Eso dicen también las crónicas y así, no sé si mal o bien, nos lo enseñaban en la facultad cuando yo pasé por ella.

Es de suponer que ante las protestas de los afectados, los gobernantes de entonces, reaccionasen considerándolas como consecuencia de prejuicios de todo tipo y sustentadas en opiniones personales y políticas de toda clase y procedencia. Argumentarían entonces en su contra, por ponerles un ejemplo reciente,  diciendo que la trashumancia ovejuna aportaba el 60% de los ingresos a más de ochenta mil propietarios forestales, perdón, quise decir propietarios de ganados trashumantes. Un ganado que, por donde pasaba, por las conocidas como cañadas que todavía conservan hoy sus privilegios de paso por plena Puerta del Sol madrileña, dejaba el paisaje desértico que hoy podemos contemplar. Eso sí, después de haber enriquecido, aún más, a los que ya lo eran.

Contemplado a la luz de la Historia y, sobre todo, de los resultados obtenidos, es fácil deducir que pragmáticas tantas, leyes de protección tantas y tan profusas, estuviesen dictadas en su tiempo y al igual que sus contrarias, por opiniones personales y políticas concretas y fuesen consecuencia, como el tiempo demostraría, de prejuicios de todo tipo sustentados en cifras como las de ese 60% de ingresos de ¿realmente unos miles? de nobles castellanos agrupados en la Mesta arboricida y deforestadora a la que tenemos que agradecerle, al menos, el lechazo asado como uno de sus mayores logros. Las salmantinas mantas de Béjar y la galaica industria del lino gallego se irían al carajo en el siglo XIX cuando los aranceles privilegiaron al algodón catalán y los demás nos quedamos con un palmo de narices. Pero eso hoy no toca. Sigamos.

La hoja del pino, a la que en gallego llamamos arume, posee una lámina, que no sé si es calcárea, que impide que  ésta se convierta en esa dulce podredumbre en la que lo hacen las de los carballos, la frouma, que también decimos en gallego. Esa lámina de arume así formada,  la faísca que recubre el terreno de los pinares, impide que crezca hierba. La ausencia de hierba implica la de insectos que se alimentan de ella. La de estos la de las aves insectívoras. Ésta la de las rapaces y, al tiempo que no hay hierba, allá se van los conejos, detrás de los insectos, y tras ellos ellos los zorros, los hurones, los lobos y así hasta la desesperación. La cadena trófica queda rota y el desastre ecológico asegurado. Estoy lleno de prejuicios y sé que, estas mías, son opiniones personales dictadas fundamentalmente por los intereses que me mueven aunque ruego que se me explique cuáles puedan ser estos. 

En Galicia tenemos ya más eucaliptos que los que hay en toda Australia, vean mapas y comparen. Debajo de ellos sucede como lo que  antes se decía que sucedía con los pinos, gracias a los aceites que contienen sus hojas, muy buenas para hacer vahos cuando estas acatarrado o para procesarlos en las fábricas de celulosas, pero muy malos por la cantidad de agua que absorben, por la acidificación del suelo que producen y por lo bien que arden los condenados antes de lanzar sus semillas a una distancia considerable para que al cabo resulten todavía más invasivas de lo que se esperaba. ¿qué hay que tener pinos y eucaliptos? ¡Coño, claro que sí! Pero en el monte alto donde eviten la erosión y creen suelo, pero no más abajo. 

El argumento de que son los propietarios los que los plantan en donde no deben ser plantados y no el gobierno quien lo decide, es un argumento falaz. Aquí al lado, la administración, el gobierno, multó a un vecino por proteger con mallas sus cerezos para que los pájaros no se comiesen sus frutos. Cuando harto taló los cerezos lo multaron por haberlos echado abajo. La Administración sí puede hacer esas cosas. Claro que puede. Otra cosa es que quiera hacerlo. Este año el amarillo de las mimosas (otras que tal y además sin beneficios) ya ocupó inmensas zonas del país. El problema es que esas hoy inmensas zonas serán meras parcelitas contempladas dentro de una década. Si se legisla para proteger el patrimonio histórico, artístico y monumental por qué no se hace lo mismo para proteger el patrimonio natural. ¿Será por prejuicios personales, opiniones personales y políticas, intereses propios o ajenos? ¿Por qué será?

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