Opinión

El asunto éste de la enseñanza

Hace sesenta años, llegadas estas fechas, comenzábamos a ponernos nerviosos. Ya que no el verano, sí se nos acababa el veraneo. Llegado el día ocho de octubre solía empezar el curso. Al menos casi siempre porque, en ocasiones como pudiera ser la de este año que vivimos, con eso del sábado inglés que habían incorporado recientemente a nuestros hábitos escolares y dado que el día doce sería El Pilar, igual no empezamos hasta el quince que, como cuadra en sábado, indicaría dejar como fecha de inicio más conveniente del curso la del día diecisiete de octubre. ¡Ah, qué tiempos!


Al principio de nuestro bachillerato, recuérdenlo, plan del 53, no había clases los jueves por la tarde; después dejó de haberla los sábados y teníamos que acudir a ellas los jueves en horario de tarde. En eso consistía el sábado inglés. Una gozada. Entonces, a quienes estábamos internos en el extinto Colegio Menor Calvo Sotelo, nos llevaban a la explanada de la Estación de San Francisco a hacer Instrucción Premilitar, así se le llamaba, hep-ho, hep-aro, izquierda-derecha, vuelta para aquí, vuelta para allá, nos pasábamos el sábado en estricta formación divirtiéndonos como enanos o de eso pretendían convencernos. A quién se le diría. Llegamos a hacer la mili todos muy bien formados en ese aspecto.


Entonces, en aquel colegio en el que llegué a ser el alumno más antiguo, podían despertarnos varias veces por la noche para formar en un patio, pequeño y frío; o en el pasillo, al lado de la puerta de nuestras habitaciones. El capellán, a quien llamábamos “el Hechicero”, se había enfadado con nosotros por no recuerdo bien qué asunto. Más tarde habría de enterarme que era este un tormento usado en los campos de exterminio. Pero así era la cosa. Dios tenga en su gloria a don Emilio Losada Castiñeiras, que tenía una buena voz, era amable y dulce de ademanes, pero no se andaba con bromitas.


El caso es que llegaba octubre y, tarde o temprano, empezaba el curso. Hubo un año en que empezó en noviembre y, pasada la fiesta de la Inmaculada, superado el ocho de diciembre, ya empezábamos a ventar las vacaciones de navidades. Teníamos clases únicamente por las mañanas, excepto algún que otro día en el que teníamos que acudir a una más por la tarde. Eran cinco horas lectivas las que teníamos. A los del Calvo Sotelo, como éramos del régimen, nos vestían con camisa azul y, por las tardes, venían los profesores del Instituto a darnos clases complementarias. Cuando salíamos libres a dar una vuelta, y otra, y otra más por la calle del Paseo nos saludábamos brazo en alto, tal y como los tiempos requerían.


Cinco horas lectivas diarias, veinticinco como mucho a la semana y, sin embargo, la formación que nos administraban nos ha dado para seguir tirando durante el resto de nuestros días; al menos la formación humanística, nada que ver con la de ahora… o en esa convicción me mantengo. No crean ustedes que se aprendía más literatura en la Facultad de Filosofía y Letras que la que nos enseñaron don Julio Francisco Ogando y don Teodoro Sanmartín en el Instituto del Posío, si he de ponerles el ejemplo de una asignatura que nunca se me dio mal del todo. No me sucedió así con la Química. Claro que yo no estudié Ciencias Químicas. Pero tampoco estudié Física y todavía recuerdo la de tercero de bachillerato impartida por el señor Sádaba a quien llamábamos Kekulé y era bueno, y cojo, y respetuoso con nosotros. 


Entonces, con nueve o diez años, hacíamos el ingreso en el bachillerato. Tres faltas de ortografía en la redacción o mal hecha una división por tres cifras y no te convertías en bachiller. Superado el cuarto curso te sometías al examen de Reválida de Bachiller Elemental y, si la superabas, accedías al quinto curso de bachillerato. Una vez superado el sexto, nueva Reválida y el curso preuniversitario al alcance de la mano. Luego accedías a la universidad.


Más tarde fui profesor. Entonces los alumnos de segundo de BUP tenían siete horas diarias de clase y no recuerdo ya si once asignaturas que debían superar a final de curso. Siete horas prestando atención a lo que el profesor indicase debemos de reconocer que eran muchas horas y que ningún adulto las soportaría de buen grado. Veinte minutos de estudio de una nueva lección, veinte de explicación y resolución de dudas por parte del profesor y otros veinte de prácticas de la materia en cuestión se consideraban más que suficientes a efectos de aprovechamiento de la materia impartida.


Ignoro cómo estará ahora y cómo será tratado el asunto este de la enseñanza. Me aparté de él en el año ochenta y cinco del pasado siglo y no creo que el desempeño de tal oficio me haya dado mayores satisfacciones que las proporcionadas por algún antiguo alumno que otro que, en alguna que otra ocasión, me pudo decir que fui un buen profesor; al fin y al cabo la docencia siempre fue una ocupación de esclavos.
Ahora los cursos académicos duran meses y más meses y andan los padres y los profesores liados con que si deberes sí o si deberes no. Claro que hay que hacer “deberes”. El problema es dónde, cómo, con qué, para qué, bajo qué dirección y en queé cantidad y medida deben ser hechos. Alguien tendrá que poner orden. Sin embargo asombra la facilidad con la que todo el mundo opina. Mi difunto padre opinaba que todo el mundo sabía de Derecho y de Medicina y eso no le gustaba nada. Los tiempos han mudado mucho, ahora todo el mundo sabe cómo, cuándo, quién, qué y cómo deben ser enseñadas unas asignaturas y no ha dejado de haber atrevidos que le indican al médico que su diagnóstico debe de ser este y no otro, al juez cuál su sentencia o al abogado como substanciar su pleito y ahora a los profesores cómo enseñar sus materias. 
Está visto y comprobado somos un país de sabios, somos un país sapientísimo y resulta inexplicable que estemos cómo estamos. Es de esperar que no sea porque sabemos demasiado, empezando por los padres, claro. A ellos hay que escucharlos, pero estos han de atender a los profesores y una manera fundamental de hacerlo es no menoscabando la autoridad del profesor.

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