Opinión

Beethoven y la madre que lo trajo

Leo en Facebook un reportaje del que ahora no recuerdo más que la intención. Les voy a decir cuál era. La de señalar que el mundo de la música española está actualmente en manos de los que antes se llamaban, cuando no niños bien, hijos de papá; los mismos que ahora son conocidos como pijos. Según lo que acabo de leer, deduzco que el mundo de la música española se llama Pijolandia. Pues qué bien. Se entiende que hablamos de la que, también antes, se llamaba música ligera aunque ahora me parece que la llaman pop-rock… o algo así.

Posiblemente esté yo más que equivocado en cuanto a la denominación de unos y de otra porque mi erudición al respecto se diría que, mucho más que escasa, es más bien nula. ¡Me quedé en The Beatles, coño! Y de ahí no paso. Peor aún. De ahí para atrás. Y tampoco demasiado. Llego hasta la música propia del barroco. La renacentista me resulta ajena y el canto gregoriano me entusiasmó mucho más de lo que ahora lo hace. Peor aún. Si me preguntan si la que me gusta es la música clásica (por ponerles un ejemplo que puedan hacer extensible a la barroca, a la romántica o a la de ahora mismo; es decir, a cualquier otra), si me preguntan eso, debo contestar que depende pues no me gusta toda la música clásica, faltaría más, sino la de unos cuantos compositores de esa tendencia y, tomados estos de uno en uno y consideradas sus obras, también de una en una, habrá las que se me antojen sublimes y las que se me ofrezcan insufribles. No sé si me voy expresando debidamente y comprendo que pueda resultar un coñazo seguirme por estos vericuetos tan propios del diletante que reconozco ser a estos y aun a otros y semejantes efectos.

Mejor es -se lo recomiendo vivamente- definirse fan de algo y seguir por esa senda de sumisión y entrega. ¿La de afirmarse mozartiano, por ejemplo? Pues vale esa misma. De hacerlo así, a partir de ahora, ya puedo descalificar a Beethoven y a la madre que lo trajo al mundo. Ser devoto confesional suele ser oficio cómodo e incluso divertido. Pero devolvamos el agua a su cauce. No soy fan ni de mi mismo.

Cuando leí el reportaje que, corríjaseme si me equivoco, creo recordar ahora que venía firmado por Víctor Lenore, me preocupé un poco. No causó mi preocupación el hecho de que los niños de papá colonicen nada ¿por qué habría de hacerlo? Los pijos también tienen derecho a tocar la guitarra y la noticia no es nueva. Además siempre ha sido así; quiero decir, que siempre ha existido una tendencia en boga, sea en la hegemonía de una clase política o social, literaria o artística. Creo que ya lo advirtió Marx cuando señaló que la ideología dominante es la ideología de la clase dominante; así si ahora, una vez que Rajoy ha puesto a cada uno en su sitio, la sociedad ya no va camino de que los hijos de papá socios del casino de Pontevedra tengan que soportar la presencia en la piscina de las peluqueras de sus mamás, es lógico pensar que sea su música, el ritmo de sus canciones, la filosofía de sus letras, la melodías de su discurso lo que predomine en estos y en los años que han de seguir a estos. Siempre ha sido así. Hace muchos años, cuando leí "La arboleda perdida" de la autoría de Rafael Alberti y, acto seguido, "Memoria de la melancolía" de quien fue su primera esposa, María Teresa León, vaya par, creí entender que la literatura española era un coto cerrado al que solo podían acceder miembros de determinado entorno social, personas procedentes de determinado estatus... y no creo haberme equivocado mucho. Basta con leer los libros que cito y comprobar los nexos, las ligaciones y procedencias de los nombres que aparecen en ellos. Después dejó de ser así. 

Entonces vinieron otros y se impusieron otras tendencias. Incluso empezó a ser mal vista la procedencia de un entorno socio-cultural digamos que medianamente ilustrado. Había que ser hijo de albañil, aunque el albañil resultase ser un mediado constructor capaz de mantener a dos hijos en Madrid estudiando una carrera o había que hijo de un labrador aunque este tuviese veinte vacas en el establo y fuese dueño de extensiones de tierras ciertamente considerables. Pero esa era la ficción, la pátina que había que lucir mientras que, por disparar hacia otro lado, para cantar flamenco hubiese que ser gitano, ruso para bailar ballet o yanqui para hacer de Hopalong Cassidy.

Ahora perece ser que toca ser cantante o actor, para salir en las páginas de cultura de los distintos rotativos y en los “culturales” de la tele, según se deduce del reportaje del autor mejor o peor citado; ahora toca ser hijo de papá, ser habitante de Pijolandia, para suscitar mejor la curiosidad del íncola de esta Insula Barataria en la que se ha tornado nuestra sociedad gobernada por tanto Sancho como nunca hubiéramos sospechado. Pero seguro que no es así del todo.

Seguro que en esto de la cultura, mejor dicho, en esto en lo que se nos ha convertido la cultura, caben muchas más procedencias que las que indicarían la del hijo de Luis Bárcenas o la de el de Díaz Ferrán, el de Pablo Isla o el de Juan Luis Cebrián. Por aquí ya pasaron o aún siguen pasando Julio Iglesias, Miguel Bosé o Ana Obregón y tantos y tantos otros. El problema (o la solución) no es la procedencia familiar, o al menos no debiera serlo. El problema está en la calidad de las obras, sean estas literarias o musicales, pictóricas o de ingeniería… o en su ausencia. ¿Pueden indicarme una novela-novela entre Cervantes y Pérez Galdós? Pues eso. El mundo siguió girando mientras tanto.

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