Opinión

Callejeando la ciudad

En Ourense, eso que ahora es llamado sinaléctica por las gentes avanzadas y de buena educación, es decir, el arte o ciencia (a escoger) de rotular bien sea con dibujos, signos o letras (que signos son al fin y al cabo) eso, en Ourense, produce mucha sedación y no poca tranquilidad. Véanse, si no, los rótulos que componen el callejero local.

Existen calles en las que los rótulos ofrecieron, al ciudadano visitante, pero también al ciudadano local, el nombre del General Franco y así se hace constar en los actuales. Pero, si antes de ser llamada o dedicada a tan destacada figura militar, conocido que fue en mi infancia y primera juventud como "el artistiña del NODO", fuese conocida como "del Progreso" pudiera indicar nuevamente "antes del Progreso". Calles hay que suman varias denominaciones, o sea, que uno puede leer: calle de… lo que sea; y a continuación, antes de... y, acto seguido, antes de… y así hasta cuatro o cinco veces, de modo que uno siempre sepa no solo en dónde está sino en donde estuvo en tiempos y recuerde que la historia gira.

Existen ejemplos variopintos, a saber: la calle de Capitán Eloy que asciende trabajosamente (al menos si uno empieza a subirla desde la farmacia de Alfonso Bouzo) hasta el Campo de las Mercedes, en donde estuvo el Parque de Bomberos, con aquella torre de varios pisos para que, desde el último de ellos, los profesionales del sector se deslizasen hasta el suelo por un larguísimo tubo de lona, esa calle, entonces tan bizarra y militar, se llama ahora de la Concordia, se ve que en tácito reconocimiento de que, en ambos bandos contendientes, suele haber héroes y víctimas, santos y canallas, sinvergüenzas y gentes de bien, a partes razonablemente iguales.

Calles y lugares hay, sin embargo, la de los Arcediagos, el Eironciño dos Cabaleiros, que se vienen llamando así desde hace siglos y sus rótulos son los que producen mayor serenidad y calma, mayor sosiego, pues hablan de una continuidad que se estima necesaria. Sin tradición no hay cultura y, si la tradición es larga, la cultura nunca se estrecha y no hay esa estenosis terrible que impide respirar a no pocas ciudades empeñadas en no saberse así mismas. Pero ese es otro tema. 

La calle del Paseo, siempre fue conocida como tal. Pero, hace sesenta años, por ejemplo, era un lío saber en dónde estabas cuando ibas desde el Parque de San Lázaro hasta los jardines del Padre Feijoo, al pie mismo de "La Viuda de Lisardo" en donde los domingos intercambiábamos cromos y hoy, los viejos, levantamos la vista, contemplamos “La Quimera” que nos legó el arte de Xaime Quessada y luego la bajamos para escrutar los cromos que Xaime dejó esparcidos en broce por el suelo. Se trata de un hermoso ejercicio de nostalgia.

Pues bien, es sabido que las calles comienzan a ser numeradas a partir de su extremo más próximo al Ayuntamiento; por ejemplo, la del Paseo, a partir del local de la Casa de los Lentes, el de ahora, no el de la Plaza Mayor. A la derechas los pares, alejándose de él. A la izquierda los impares yendo en la misma dirección. Antes, esa calle que a mí se me antoja hermosa y entrañable, convivencial y democrática, plena de sentido y armonía humanas, estuvo partida en dos mitades, una llevaba el nombre de Jose Antonio, otra el de Calvo Sotelo, si bien yo lo recuerdo siempre ignoré en cuál me hallaba. Ahora ya no caben dudas, de modo afortunado y pleno.

Pues bien. En el sótano de su número 21 Roberto Verino habilitó un espacio para el arte. Con esto de la onomástica y la eufonías, también de la cacofonía, yo siempre me armé un lío. Ahora mismo se me metió en la cabeza que hubo un tiempo en se llamaba Verinno, como si don Roberto estuviese enfadado con su pueblo, o con su alcalde. No sé si serían cosas del callejero, claro. Sé que ahora casi debería ser Verinsi que también suena exótico y lejano. Pero tampoco era a eso a lo que íbamos. En ese espacio de arte, desde la víspera de ese 8 de marzo tan prolijamente ensalzado, se exhiben ocho bodegones de la autoría de Miguel Piñeiro que están en perfecta simbiosis con el local que los acoge. En medio de ese espacio cedido al arte se levantan dos pétreas columnas que dan cabal idea de todo el peso de la historia que sostienen, la propia del edificio y del tiempo en el que este fue erigido como fiel testimonio suyo. El resto es de una fría e impoluta blancura propia de la modernidad que nos embarga.

Pues así son los bodegones de Miguel Piñeiro, óleo y acrílicos consorciados, en los que, desde un ratoncito Mickey asomando la jeta por el canto de una taza hasta la cáscara de un huevo que pudiera ser de Coren, te traen a la actualidad cuando el resto del bodegón pudiera emular al realizado con los cánones del clasicismo más puro y eficaz. Hay cuadros sorprendentes, dueños de una extraña perfección, en este espacio abierto al arte; al menos cuatro de ellos son excepcionales. Tanto lo son que a los que no es que peinemos canas sino que lo que hoy peinamos son cabellos que antaño fueron grises, antes castaños o negros, pelirrojos algunos, es decir, a los que ya calzamos años y calcificaciones varias en nuestra pedestre osamenta, también a los que ya perdieron sus cabellos hace un porrón de años, nos hacen evocar aquel Ourense de antaño y soñar con que la capitalidad cultural es cosa propia, que regresa la Atenas de Galicia, que el espíritu de nuestros maestros más grandes sigue vivo y elocuente.

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