Opinión

De cochones, saltos y sobresaltos

Había tiempo para todo. Sin embargo no se podría afirmar que entonces la vida transcurriese plácida y sencilla, como ahora pretendemos que vuelva a serlo,… cuando quizás nunca lo haya sido. Nunca. Ni quizás nunca pueda serlo

La vida nunca fue así. Por mucho que lo pretendamos jamás fue sencilla la existencia. Tampoco lo es ahora. Tres millones y pico de habitantes de este país, al que unas veces llamamos Estado, Reino en otras, tres millones y pico de personas de este conjunto de naciones o de estados que unos quieren de nuevo centralista, mientras que otros se apuntan a un federalismo que no tiene, ni debe, según ellos, por que ser simétrico pero que, al menos de momento, es tan sólo un conjunto de autonomías asimétricas y deslabazadas por completo; tres millones y medio más de ciudadanos de este país, han abandonado ese colchón de muelles compuesto por la clase media. Alguien y no precisamente ellos se ha cargado el colchón sobre el que el Estado descansaba sus fatigas.

Se han cargado el colchón de muelles sobre el que la sociedad salta como pudiera hacerlo un niño sobre el mismo en el que han dormido sus progenitores después de que estos lo abandonen durante la mañana del domingo, dejándolo solo para que brinque a sus anchas sobre el cálido bienestar de sus muelles. Se trata de ese mismo colchón sobre el que hasta ahora han dormido papá Estado y mamá Iglesia con una placidez que se diría abonada cuando no impuesta por la Historia a lo largo de tantos siglos que se han quedado dormidos hasta muy tarde y se han levantado después de despertar casi llegada la hora del almuerzo de forma que se van a encontrar con que no tienen nada preparado; sobre ese colchón de muelles salta ahora el hijo Ciudadano.

 A cada salto que ahora da el niño, después de cada brinco inconsciente y apurado, incluso jubiloso, los muelles se resienten. El niño sigue saltando. Lo hace ajeno al vértigo que produce el breve atisbo del suelo del dormitorio. Lo percibe, unas veces, durante el ascenso jubiloso, otras en medio del vacío del descenso. A cada salto se le va aflojando un muelle de forma de que el niño acaba percibiéndolo y dejando de saltar. Entonces, contrariado y con miedo a la represalia paterna, a la condena materna, salta de la cama y deja el colchón, el campo de juego libre para otro hermano.

Llega el otro hermano y repite los saltos. Pero en esta ocasión el niño no salta solo sobre sus pies sino que lo hace de forma alternativa: sobre estos una vez, sobre las posaderas la que le sigue. Este segundo vástago es un atleta y se deja llevar de sus impulsos. Compite consigo mismo hasta que el colchón acaba convertido poco menos que en una cama elástica y traidora que lo proyecta contra el suelo. Una vez en él abandona. Lo hace ignorante del estado en que queda el colchón después de sus proezas. 

Los padres, mientras tanto, se afanan en la despensa buscando unas patatas y unas latas de sardinas con las que improvisar un menú de pobres. Ya no hay paella los domingos. Ni pollo, como antaño. De seguir así llegarán las patatas viudas, las sopas de ajo y, en el mejor de los casos, las castañas cocidas en leche o los grelos con patatas.
Mientras Papá Estado y Mamá Iglesia buscan soluciones –Mamá es ingeniosa y arbitró una cosa que se llama Caritas en la que se ocupan pocos profesionales de la cosa y muchos voluntarios que no aportan soluciones, pero si remedios- quien se sube encima del colchón es la niña de la casa. 

Ahora sus saltos son más gráciles y armoniosos, incluso acompasados, se diría que dueños de un porte elegante y distinguido. La niña es así. Quizá si se hubiese subido ella antes de que lo hiciesen sus hermanos estos no se hubiesen encontrado con los muelles tan flojos e inservibles como se los ha encontrado ella, pero el resultado hubiese sido el mismo.

Ahora, pongan ustedes, amables lectores, el número de hijos saltadores, la duración de sus saltos, la fuerza de sus impulsos y el peso de sus caídas, pónganle a tan tiernos como inconscientes infantes los nombres que estimen oportunos, añádanle el sobreesfuerzo padecido por el puñetero colchón social a cuenta de la secular coyunda entre Papá y Mamá y obtengan las conclusiones que prefieran, pues para todo da el colchón de la vida en el que la sociedad nace, crece, se reproduce y acaba pasando a mejor vida. Al final y a la postre, dicho en román paladino, el colchón les acaba escaralladiño de todo, hecho unos zorros, pero aún habrá quien lo recoja e intente restaurarlo.

Será una tarea difícil. Los nuevos niños, hijos del nuevo matrimonio, quiere decirse el producto de la nueva coyunda, pegará sus jubilosos saltos sobre un sinfín de muelles rotos que, en algún momento, han de asomar en la superficie del colchón arañando sus cuerpos jóvenes y resultando demasiado duro a la hora de las caídas de espaldas y también de rodillas…o de culo. Ante el estropicio el orden de salida será igual a la anterior, solo que ahora los niños que se ausenten se esconderán debajo de la cama.

Lo harán así, hasta que el colchón de la clase media no tenga un solo muelle sano. Hasta que el confort, primero, y la seguridad, después, hayan desparecido por completo. En ese momento los padres, agotados y confusos, regresarán al lecho. Quizá lo harán con la intención de echar la siesta o descansar un poco y ajenos por completo de que al acostarse comprimirán por completo a los hijos ocultos debajo de la cama y a que estos abandonarán su escondite porque el colchón de muelles que siempre es la clase media ya no sirve para nada y hay que mudarlo todo aunque todavía ninguno sepa cómo.

Es esta, sin duda, una triste fábula impropia para una mañana del domingo y menos aún para que se le dé lectura antes de abandonar la cama. Así que maridos obsequiosos y esposas complacientes absténganse de llevarles hoy el periódico a sus cónyuges no vaya a resultar que también a ellos se les salte algún resorte, se les afloje algún muelle y se les amargue la mañana.
Pero no duden en desconfiar de que todo vaya tan bien como nos están diciendo y algunos nos afirmarán durante las próximas semanas. Este lecho común que compartimos y es llamado España tiene el colchón de su clase media bastante más que algo reventado. Sin ese colchón debidamente restaurado este país cascará como ya lo ha hecho en anteriores ocasiones. Pero, no nos equivoquemos, no urge un colchonero, no se necesita un salvapatrias, sino un conjunto decidido de restauradores de colchones. Encontrarlos será el resultado de que primen las reflexiones sobre los sentimientos. Por el momento ya nos va llegando a todos con tanto salto y tanto sobresalto.

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