Opinión

El derecho a usar la violencia

El otro día, no recuerdo ya en dónde, leí que en el mundo hay dos mil y pico millones de católicos, mil y pico millones de musulmanes y diez millones de judíos. Disculpen que no documente más el dato que, por otra parte, debe de ser bastante cierto puesto que las religiones llamadas por muchos abrahamnicas alcanzan los tres mil ochocientos millones de creyentes distribuidos por todo el mundo, más o menos la suma de esas tres cifras que tan malamente recuerdo.

Confieso que el tema de las creencias religiosas siempre me intrigó desde niño lo mismo que supongo que les habrá pasado a las gentes de mi edad crecidas en Ourense bajo el pastoral báculo de aquel ser inefable que se llamó en vida monseñor Temiño Sáez, a la sazón obispo de la diócesis, un báculo que manejó con prontitud que se diría propia de un guerrero ninja si de aquella supiésemos lo que era un guerrero así denominado.

El haber crecido entre Ourense y Pontevedra, aquí la casa de mi abuela materna, en Allariz la de mi abuelo paterno, en Pontevedra la de mis padres, me permitió contemplar el fenómeno religioso desde muy distintos ángulos. No quiero decir perspectivas por si alguien la interpreta la realidad que evoco. En todo caso no pocas de las certezas generalmente aceptadas se basan en equívocos asumidos con una naturalidad que pasma.

Por ejemplo, en la basílica pontevedresa de Santa María, la misma que contempló como en los astilleros de la Moureira se construía la nao del mismo nombre, la que llevaría a Colón hasta América, todos los oficios emitidos por su rector llevaban impreso un membrete con un lema que rezaba: “Dios es de Santiago”; afirmación esta que nadie cuestionaba y se aceptaba sin mayor impedimento. Afirmar que Dios fuese compostelano, en vez de belenita o nazareno, era algo que sobrecogía un poco pues facilitaba una naturalidad en el trato que en aquellos días en Ourense resultaba impensable. Pero, ya digo, en Pontevedra constituía una verdad incontestable y además Compostela está ahí al lado.

Todo fue bien hasta que aquel ine-fable Don Peregrino, rector que fue de la basílica y muy peculiar orador sagrado capaz de convocar una asistencia multitudinaria a su misa de las doce de las mañanas de los domingos, gracias a su verbo prodigioso, cayó en la cuenta de que el pliegue involuntariamente hecho en el ángulo superior derecho de uno de aquellos oficios se diría que ancestrales, llevó a algún antecesor suyo en el cargo a pensar que se debía a algo rayano en el milagro -las religiones reveladas a veces tienen estas cosas- concluyó que, donde decía Dios es de Santiago, no había dicho nunca Diócesis de Santiago y ahí cambió el lugar de nacimiento de Jesús de Nazaret que ser era de Belén, si hemos de ser justos.

Este Don Peregrino era todo un personaje capaz de afirmar sin inmutarse, en cualquiera de sus homilías dominicales, que “Dios, hermanos míos, Dios…no es tan tonto como parece” y quedarse tan ancho. O que “Jesucristo decía…. y en parte tenía razón…” sin cortarse un pelo aunque a decir la verdad no pudiese hacerlo pues era calvo no como una bola de billar, pero casi.

Yo era asiduo de las misas de Don Peregrino. Oírle decir que “la Virgen es como el cerdo” y razonarlo afirmando que “se le aprovecha todo, hasta el rabo, no tiene desperdicio” era algo a lo que yo no era capaz de sustraerme. No les cuento más no vaya a ser que ustedes piensen que les miento y que estoy exagerando. Al lado de monseñor Temiño, que afirmaba que “el baile es la posición vertical de un deseo horizontal”, Don Peregrino era un santo ingenuo y lleno de una bondad que transcendía.

En mi adolescencia orensana, mis compañeros vecinos de Ribadavia, internos como yo en el desaparecido Colegio Menor Calvo Sotelo, comentaban que sus hermanos mayores se desplazaban para bailar al Hotel Rebeca, sito en A Cañiza, porque al pertenecer su ayuntamiento a la diócesis de Tui-Vigo el hecho de bailar en ella no constituía pecado alguno. Ya ven como fueron aquellos días de antaño. Incluso recuerdo a una compañera de instituto, alta y esbelta como un junco, de voz cálida y templada, hermosa adolescente si bien la recuerdo y creo que sí, que la recuerdo bien, Paz era su nombre, que cuando se iba a confesar y el cura, al final de todo, le inquiría si había ido a bailar pues ella nada al respecto le había confesado, solía responder que sí, que había ido, pero que como ella pertenecía la diócesis de Astorga no había pecado nada.

Habrán observado que se me fue un poco la olla con tanta evocación temprana cuando lo que yo quería comentar era la curiosidad de que tan sólo unos pocos millones de seres hayan pasado las calamidades que los judíos han atravesado todo a lo largo de la Historia y hayan ejercido tanta y tan esencial influencia en todo el pensamiento occidental, en su ciencia y en su arte de modo que miles de millones de personas habitemos una realidad debida en gran parte a ellos.

Ahora que tanto se habla de que si guerra sí o de si guerra no; ahora que tanto se afirma que todo debe ser diálogo, como si solo el diálogo fuese la solución de lo que se nos está viniendo encima, olvidando que lamentablemente la guerra forma también parte de la solución posible, convendría reflexionar en el hecho de cómo han podido resistir una pequeña parte de esos diez o doce millones de judíos repartidos por el mundo, sitiados en Israel en medio de millones y más millones de musulmanes empeñados en continuar aplicándoles la solución final predicada en su tiempo por los nazis y no solo aplicada por ellos sino incluso suscrita por algunos de sus hoy vecinos considerados pacifistas.

No constituye lo dicho una justificación de ningún tipo de las barbaridades que durante todos estos años haya podido cometer el estado judío, faltaría más; pero tampoco de las llevadas a cabo por sus oponentes. Claro que los palestinos tienen derecho a un Estado propio, por supuesto. ¿Y los kurdos? ¿Lo tienen los kurdos?

En el juego de las naciones los pueblos tienen derecho a la violencia llegados a un extremo tan indeseable como evidente. Hay que rogar a Dios, sí, hay que dialogar todo lo que sea posible, pero hay que recordar el viejo adagio que recomienda rogar a Dios, sí, pero sin dejar de dar con el mazo, de hacerlo con toda la contundencia que los actos terroristas demanden. Y hacerlo cuanto antes, ejerciendo la violencia contra ellos, contra los terroristas, no contra una población civil que no tiene más que una vela en este entierro colectivo al que estamos asistiendo; sino seriamos como ellos, como los yihadistas asesinos.
 

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