Opinión

Dios, Buda y la luz

Anteayer hablamos aquí del Japón, ese sitio al que tantos quieren ir pero que queda algo a desmano. Sin embargo, este viejo algo rebotado en el que los años me han convertido, ha tenido la fortuna de viajar allá unas pocas veces. Siempre parecerán pocas, les advierto.

En una de ellas, visité un importante monasterio budista en las afueras de Kioto en el que los ciervos vienen a comer de la mano, incluso aunque lo que se le ofrezca esta sea un recorte de periódico. No hay noticia de que se le haya indigestado alguno por cuenta de alguna crónica o noticia. 

Me acordé de esa visita hace unos días, a propósito de un reproche hecho hacia mi escasa religiosidad pues, es cierto, tiendo más a la espiritualidad que a ella de modo que, ahora, ha regresado a mi memoria lo que les voy a relatar pues viene como anillo al dedo a propósito de ese reproche. Lo sé porque, el episodio que me dispongo a narrarles, ya lo he utilizado alguna vez. Confieso que con buenos resultados. Vamos a ver hoy.

Ese monasterio había sido visitado por el embajador de España. En Japón, el embajador español es (o era) persona muy considerada en razón de que habita (o habitaba) en el único edificio del siglo XIX que se conserva en Tokio lo que le dota de un atractivo que para sí quisieran otros. Tan es así que los emperadores asisten a cenar en ese edifico una vez al año. De ahí la consideración debida al señor embajador. El caso fue que, pongámonos algo refraneros, a tal señor tal honor y, llegado el momento de ser recibido en el monasterio budista, salió a recibirlo el monje más docto, importante y sabio de todos.

Llevados a cabo los primeros saludos y presentaciones, agotadas las cortesías y ceremonias propias de las bienvenidas, que en Japón no son pocas, ni superfluas, nuestro embajador decidió interesarse por la vida cotidiana del monje que tan amablemente lo había recibido. Y mantuvo con él el diálogo que les resumo y que ustedes calificarán por mí.

¿Cuál es su quehacer diario en el monasterio? le preguntó. Desayuno en casa, con mi mujer y mis hijos; luego vengo andando hasta aquí, a mi trabajo diario; le respondió el monje. ¡Ah, caray -contestó el diplomático- entonces usted está casado! Pues claro que lo estoy, fue la contestación recibida. Ya ve. en España los curas no lo están, dijo algo abruptamente el señor embajador a lo que el monje dijo: Pues ya ve, aquí sí.

El dialogo no se quedó ahí y el embajador insistió: ¿Y Buda, su dios, qué dice a eso? Buda no es mi dios, es Buda. El español era algo testarudo e insistió: ¡Pues el nuestro sí que es Dios! Así que si el suyo no es dios, ¿entonces qué es? Preguntó lleno de prepotencia el convengamos que no muy diplomático representante nuestro. El monje le respondió: Imagínese que está usted solo, en medio del mar, en una noche sin luna, con el cielo encapotado, a bordo de una lancha de remos, sin modo alguno de orientarse, perdido por completo. Sabe que al sur hay una isla en donde reinan la armonía y el bienestar, en la que toda bondad y toda belleza son posibles; pero usted no sabe en dónde está el sur, pues tal es su desorientación y su humana torpeza. Por eso decide no remar, total para qué y hacia dónde. En ese instante escucha el chapoteo de unos remos y grita, en medio de la total oscuridad, preguntándole al remero hacia dónde se dirige. Él le contesta que al sur que va hacia el sur aunque no sepa en qué dirección está. 

Usted puede seguir el ruido del chapoteo de los remos o puede quedarse quieto y expectante a ver qué pasa. Al cabo del tiempo, en medio de su desesperación y de su soledad, una luz empieza a asomar por el horizonte. Es el sol. Usted reflexiona y determina que, si esa luz sale por el este y se pone por el oeste, dejando aquel a su izquierda y este a a su derecha, el sur queda en esa y no en otra dirección. Feliz de conocer ya el rumbo hacia la felicidad isleña, hacia ese paraíso armonioso y eterno, usted puede empezar a remar iniciando el camino hacia ella. Sabe que puede llegar o que puede no hacerlo nunca. Y como usted otros muchos más. Unos remarán, otros no lo harán. Algunos llegarán a esa isla, otros no conseguirán hacerlo nunca. Usted me pregunta que si Buda no es dios, ¿qué es? Buda es esa luz. Nada más. Y sirve para orientarnos.

El monje, interprete por medio, no relató la reacción del señor embajador. Cuando alguien me interpela a propósito de mi religiosidad o de mi espiritualidad suelo contar esta historia cierta. Lo hice el otro día y, con el permiso de ustedes y del director del periódico, vuelvo hacerlo ahora, seguro de no hacerlo de una vez por todas.

Claro que yo no soy budista y mi luz no es la suya, aunque también. A fin cuentas la fe en la que fui educado es la judeo-cristiana y no otra ninguna. A ella me atengo al tiempo que me desentiendo de ella en determinados aspectos a los que mi razón se resiste llegado el momento de su aceptación total. Al fin y al cabo, estando censados unos tres mil dioses, la diferencia entre un ateo y un creyente consiste en que mientras éste niega la existencia de dos mil novecientos noventa y nueve, aquel niega la de los tres mil. La verdad sea dicha, yo no me atrevo a tanto y me conformo con no pronunciar el nombre de Dios en vano. Incluso el del único y verdadero.

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