Opinión

El esperanzador chivatazo del cuco

Al principio, cuando llegué a esta casa y me puse a escribir como si en el mundo no hubiese otra cosa que hacer, al principio, llegaban estos días y la higuera, que tenía pegada al ventanal de la galería, dejaba asomar las orejas de ratón de los nuevos brotes. Eso fue al principio. De esos brotes nacerían hojas o surgirían ramas de las que habrían de pender unas brevas enormes y verdes, insípidas, que solo contentaban a mirlos y oropéndolas cuando, llegado el mes de junio, convertían la higuera en una especie de tiovivo, alborotado y loco, un revoloteo amarillo y negro que era una delicia contemplarlo.

Hoy la higuera ha desaparecido. Se la llevó una peste ingrata que hizo lo mismo con los bojes acogidos a su sombra inmensa. Fue durante un tiempo ominoso que también se llevó por delante las colmenas de abejas de la Casa de Torres, dicen que por culpa de no sé qué insecticida destinado a eliminar no sé qué plaga que afectaba a los eucaliptos.

Desde entonces añoro la sombra de la higuera, tan traidora; el revolotear de las oropéndolas, que ya no vienen hasta el pie de mi ventana y no añoro la presencia de los mirlos porque estos siguen silbando sus melodías desde lo alto de los postes del teléfono, escondidos entre las hojas del magnolio o del ombú, o asomando entre las del arce que nació al pie de la tumba de Kafka para venir a dar aquí, a esta casa, donde ve cómo transcurre y se va transformando la vida, poco a poco, casi imperceptiblemente como nunca antes se había transformado. 

Quiero decir que, para mí, la vida sigue transcurriendo plácida, mientras la ocupo en dejar pasar el tiempo, mientras escribo y leo, mientras leo y escribo y empiezo a notar que me van faltando cosas. El boj y las higuera, la oropéndola y las brevas y, por no alargar mucho más las cosas, aun a costa de repetir lo mismo de otros años, también el cuco, antaño puntual, hoy desaparecido de mi entorno, con él los jilgueros porque ahora aquí ya nadie planta trigo..

Alrededor de la mía, alrededor de mi casa, en dónde antes había robles y castaños, también algún puñetero pino, han construido otras casas que han alejado la posibilidad de escuchar el canto del heraldo de la primavera, como sucedía antes, de modo que ya no puedo celebrarlo como solía hacerlo. 

Sé, en cambio, que ya cantó en Armariz, el pasado 2 de abril, un lunes, según comenzaba la semana huracanada y fría, lluviosa y desangelada. Así nos lo hizo saber a todos Luis Ceferino José Blanco por medio de ese chat del que ya les tengo dado a ustedes noticia exacta y en el que, unos cuantos antiguos compañeros del bachillerato, intercambiamos puyas y opiniones, creencias y esperanzas, nostalgias varias y recuerdos ciertos. Hoy lo hago yo desde aquí, espero que alguno de ellos me lea. 

¡Ah, el cuco! Creo que lo oí por primera vez precisamente por esas tierras altas de Esgos o de Nogueira de Ramuín, cuando me atacó la tosferina y me llevaban a respirar a los pinares cercanos a la carretera, después de habernos desviado por carreteras comarcales o por pistas de morrillo y tierra, salpicadas de baches, hasta encontrar un pinar en el que conjurar mis toses. Otras veces, llegábamos hasta el Alto do Rodicio o Niñodaguia que entonces algún ignaro había bautizado como Niño de la Guía, aninaliño, sin darse cuenta que era el nido de águila el que estaba siendo despojado de su esencia.

No sé si sería en Armariz en donde escuché por vez primera, absorto, el canto monótono y sin embargo alegre del cuco, mientras mi tío Daniel me enseñaba aquello de cuco rei, cuco rei, cántos anos vivirei, que todavía hoy volvería a cantar antes de escuchar ansioso el número años de vida con los que el cuco me agasajaría, cada cucú un año. A lo mejor es que ahora no lo oigo porque, el muy cuco, no quiere darme ni un susto, ni un disgusto, y el mirlo, que es como se sabe el pájaro avisador del bosque, el que guarda la frontera y controla todo lo que la traspasa, le comunica mi presencia en la huerta con intención de penetrar en los ocultos arcanos que solo los cucos transgreden porque los conocen.

El caso es que ya no tengo bosques rodeando mi casa. Ahora son chalés los que la circundan convirtiéndola en un tópico, en la reliquia de un tiempo que se fue siguiendo el aletear de un cuco, también el vuelo sinusoidal de la abubilla, el chillido medio enloquecido de la oropéndola o el crepuscular vuelo del murciélago. Nada de eso queda ya por aquí. La luz de la luciérnaga, el croar de la rana, el monótono cri-cri del grillo, todo ha ido desapareciendo y, con ellos, toda una concepción del mundo, todo un modo de habitarlo y ocupar la tierra. Toda una cultura, en suma. Ya saben que, sin tradición, no hay cultura alguna que sobreviva. Anulada la tradición, allá se va la cultura, detrás de ella. Por eso hoy hablamos del canto del cuco. Anímense y suban hasta Armariz, como si  padeciesen tosferina. Paren el coche en algún lugar, agucen el oído y esperen. Los mayores quedan exentos de contar. Los jóvenes pueden y deben hacerlo para aprender a planificar sus vidas. Suele ser muy cierto. Otra cosa es que, después, sea la vida quien se acabe imponiendo sobre el chivatazo anticipado y esperanzador del cuco. Pura tradición.

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