Opinión

Los exámenes de mi tía Carmiña

Hoy, si ustedes me disculpan, toca evocar voces lastimeras cuyos ecos resuenan desde la lejana niñez de quien esto escribe. Échenle ustedes que hace ya unos sesenta años que las oí, así que disculpen si los ecos llegan con las interferencias e imprecisiones propias de tal comunicación.

Como ya les tengo contado, la casa de mi inefable abuela estaba en la calle del Progreso, exactamente en su número 149, justo encima de Muebles Rodríguez, acreditada casa entre las de su ramo, que marcaba no poco los horarios del primer piso del edificio en el que vivía Doña Regina Rumbao, es decir, la madre de la mía. Empezaba la sierra a funcionar y era hora de levantarse. Dejaba de hacerlo y era ya la de comer. No recuerdo si también hacían sonar una sirena, como la de los Malingre, los belgas que incorporaron el pote a la iconografía popular gallega.

Recuerdo la ubicación del piso porque eso implica que la fachada posterior del mismo diese al Barbaña al tiempo que desde los ventanales de su galería se pudiesen ver perfectamente el barrio del Couto y el pastiche arquitectónico que suponía una iglesia que, de recordarlo bien, había sido construida gracias a la aportación de doña Angelita Paradela, que no recuerdo bien si era marquesa y si era cierto, o no, que estuviese o hubiese estado enamorada de un poeta tonsurado.

Del otro lado del Barbaña, el terrible afluente del Miño, que no hacía muchos años que se había llevado trece vidas humanas, una vez que se salió de madre, y que ahora transcurre, oculto y olvidado, por debajo de las casas o de una calle, no lo sé, lo ignoro, del otro lado de su cauce, llegaban los gritos estremecedores de un hombre, siempre a última hora de la tarde.

Nunca logré ubicar su procedencia, nunca la razón de tales y desgarradores gritos. Cuando preguntaba solían responderme que sería de alguien que estuviese loco. Todavía hoy los recuerdo. Incluso a veces sueño con que el Barbaña inunda de nuevo el tramo final de su cauce y que lo hace de tal manera que inunda las fincas justo hasta el pié de la casa de mi abuela, de forma que su visión se me ofrece como la bocana de una ría por la que navegar a vela. Y de nuevo el viento me trae los gritos y lamentos de aquel hombre. Constituyeron la primera noticia que tuve de que la vida de un ser humano puede deparar acontecimientos de superación complicada cuando no imposible y, lo que es todavía peor, en no poco número de casos, inexplicable.

La otra voz íbamos a escucharla pasado el puente de las Burgas. Al final de él había una casa cuyo balcón estaba a la altura de la calle, justo enfrente de las josefinas y de un tullido que pedía limosna, sentado en un carricoche con ruedas de bicicleta, y que siempre sonreía. El balcón estaba ocupado por jaulas en la que siempre hubo mirlos silbadores. Unos mirlos que se dirían felices y que mucho me intrigaban.

Pues bien, pasabas esa casa, superabas el sanatorio del doctor Valcárcel, de uno de cuyos hijos, Fidel, fui compañero en los salesianos,no sé qué habrá sido de él, y te detenías en un pequeño descampado que había al lado de los muros de la cárcel. Llegado el atardecer y procedente del interior de la prisión llegaba hasta aquel campillo el lamento de un preso que más que cantar recitaba un mantra, una salmodia de muy pocas palabras: ¡Laaa maaaaaaté porqueee eeeeraaa míiiiiiia…! Y de ahí no había quien lo sacase. Podía pasarse así una hora y pico; supongo, que hasta que anocheciese o hasta que lo conminasen al silencio.

A mi aquello de que un hombre pudiese matar a una mujer por considerarla suya, pese a las enseñanzas de la época, no dejaba de contrariarme mucho. Explicaré por qué y comprenderán que fuese a escuchar los lamentos de aquel hombre con frecuencia y también con el afán de hacerlo a esa hora de la tarde en la que los mirlos, que son los vigilantes del bosque y quienes avisan de que ha llegado la hora de que los animales del día dejen paso a los animales de la noche, empiezan a silbar las melodías que, unos y otros, han de entender debidamente mientras que a nosotros, en una interpretación libre que hacemos de ellas, nos llenan de ternura o de melancolía.

El caso es que yo algunas veces fisgaba en los exámenes de las alumnas de mi tía Carmiña (Cid Rumbao para las que guarden memoria de ella) que les daba clase de aquello que se denominaba formación del espíritu nacional y nosotros llamábamos política. En una ocasión leí en uno de ellos que la autoridad familiar recaía, por delegación divina, en el cabeza de familia y que en ausencia de este y por la misma razón, no en la madre como era ¿fácil? suponer sino en el hijo mayor. Aquello me había conturbado. Yo soy el mayor de los cuatro hijos de mis padres.

Conturbado y todo, y del mejor modo que pude, elevé la preceptiva interrogación a mi muy seria tía Carmiña que puso en mi conocimiento la alta calificación que había otorgado a la autora de aquel examen por la exactitud de sus respuestas. A pesar de ello seguí respetando muchísimo a mi madre y no me creí lo que mi tía Carmiña aseguraba. A lo mejor esto explica el porqué de mi asistencia a los conciertos monocordes del preso, quizá en espera de que explicase tal sentido de la propiedad y las consecuencias derivadas de la transgresión del quinto mandamiento.

Transcurridos muchos años, la hermana de mi madre seguía en sus trece. Una vez que me sorprendió lavando la loza después de la comida. Poco menos que se encolerizó. Me dijo que yo no había sido educado para eso. No tenía razón, mi madre me lo había explicado de otro modo. Lo curioso es que, las gentes de mi edad, pese a aquella educación aún hayamos salido bastante normales. Pero esas son historias que quedan para otro día.

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