Opinión

La fe del carbonero... para el carbonero

Una de las sensaciones más contradictorias que podemos experimentar descansa en la consideración de lo siempre firmes y seguros que están en sus afirmaciones los más torpes de la clase, de la tertulia o de la peña madridista, da igual, del trabajo o, si hiciésemos como los argentinos, que se paran unos a otros en las calles y forman grupos de discusión exacerbada y vehemente, los más torpes e ignaros de esos grupos y aún de otros. Resumidas queden en estos pocos ejemplos la cantidad de posibilidades al respecto de la seguridad y certeza de quienes, no viendo más allá de sus narices, se aferran a una sola idea agarrándose a ella como solo un náufrago pudiera hacerlo a la tabla que da por hecho que ha de ser la de su salvación. Resumidas queden en ellos, porque hay muchos más; vaya si las hay.

Conviene, sin embargo, que al tiempo que realizamos el enojoso ejercicio de pensar sobre las certezas de los ignaros, lo hagamos también sobre la cantidad de dudas que experimentan los considerados más sabios de entre nosotros cada vez que tienen que dar un consejo, advertir de un problema o emitir un juicio acerca de cualquier actividad humana. 

Mientras que aquellos hacen que el mundo avance al margen de cualquier consideración de índole ética o moral, otros, optan porque simplemente mejore la vida que se desarrolla en él. Se trata de la eterna división, mejor dicho del eterno juego de equilibrio entre egoístas y altruistas, entre razón y fe, entre ilusión y realidad, y ya saben que la oposición constante entre contrarios se puede resumir en la ley de complementariedad manifestada por Schopenhauer, aquel viejo gruñón de aspecto malhumorado y mirada lúcida. Suelen ser las verdades simples las que trasmutan, al universo mundo que habitamos, haciéndolo avanzar, en unas ocasiones; forzándolo a retroceder, en otras tantas, u obligándolo a permanecer tal y como está en demasiadas de ellas. 

Acabo de ver y oír en la pantalla del televisor como es posible que se condene a muerte a un general por haberse quedado dormido no en pleno fragor del combate, en plena batalla, sino durante un desfile militar pomposamente celebrado en tiempos de paz. ¿Se tomó tal determinación en virtud de graves y transcendentes disquisiciones filosóficas o más bien se llevó a cabo en razón de una sentencia sugerida, más que dictada, susurrada más que vociferada, por un señor que diseña su propio peinado, el corte de pelo que lo ha de perfilar, e incluso el parque temático al que ha de acudir para lucirlo?

Las grandes verdades, simples y sencillas, repetidas de modo monocorde, siempre han sido las grandes transformadoras de la realidad manejada según sus reglas y su antojo, para bien en algunas ocasiones, para mal en la mayoría de las oportunidades. Son ellas, las afirmaciones solemnes, las que por repetidas se asientan en las mentes colectivas, en la conciencia de la gente que las aceptan porque no les obligan a mayores esfuerzos de pensamiento y se sienten así capaces de transmitírselas íntegras a sus descendientes. Divaguen ustedes sobre el ejemplo que acaban de leer que ya lo haré yo por otro lado. Hoy es domingo y toca ocio y esta nuestra forma de entenderlo es tan válida como cualquier otra.

En el artículo de hace una semana comentábamos la concesión a la Virgen del Pilar de la Medalla de Plata de La Guardia Civil; pues bien, salvando los muy discutibles méritos de la Señora, no ofrece muchas dudas el hecho de que la decisión de otorgársela se haya debido más a un impulso del corazón, a un empuje del sentimiento, también a una búsqueda de empatía con una parte del electorado, que a graves disquisiciones filosófico-existenciales surgidas a raíz de un profundo análisis y posterior razonamientos de las virtudes de Aquella a la que consideramos Madre del Creador; algo que para la mayoría de la humanidad, por cierto, suena a música celestial.

Lo digo porque tengo un amigo guardia civil que ejerce su profesión en O Barco de Valdeorras y luce con orgullo idéntica condecoración que esta de la que llevamos tratando no se ya cuántos párrafos de los que estamos escribiendo. No es mi amigo un alto mando de la Benemérita sino un agente más, un número entre otros miles de ellos cuyo ejemplo nos viene al pelo para valorar ese equilibrio del que hablábamos porque las razones para una y otra concesión son tan distintas que incluso pudieran acabar siendo complementarias.

En las dos hay emociones encontradas. No es lo mismo el acto de servicio que le valió la medalla a mi amigo, la decisión que tomó en duras circunstancias, que la tomada cómodamente sentado en un sillón ministerial estando en el ejercicio de las funciones que, el hecho de sentarse en él, depara a aquel que temporalmente lo ocupe. Es lo que va de la entrega a los demás, del altruismo, al egoísmo de ganarse así un lugarcito en el cielo.

Hace muchos años, en Pontevedra, hubo un tiroteo entre un comando del GRAPO, creo recordar que era del GRAPO, y un grupo de guardias civiles comandados, si no me equivoco mucho, por un sargento al que le atravesaron el hígado con un balazo. No sé que habrá sido de él, si seguirá vivo, si estará jubilado o no, si le habrán condecorado oportuna y convenientemente. Sé que con el hígado destrozado tuvo el coraje suficiente como para ordenarles a sus subordinados que no matasen a tiros a quienes así lo habían herido. Hace falta tener muy buen corazón y todavía mejores buenos principios para actuar con tal y ejemplar serenidad.

Y así volvemos al principio de estas páginas de hoy. A la firmeza de las convicciones de aquellos que no ven mucho más allá de ellos mismos y a las dudas que siembran el comportamiento de aquellos otros hasta el justo momento de tomar las justas decisiones que avalen la firmeza de una razón encaminada al bien común. La conocida como fe del carbonero siempre ha sido muy conveniente y fructífera… para el propio carbonero, pero de escaso beneficio para quienes tuviesen necesidad de calentarse gracias al carbón que este les vendiese. Solía echarle agua para aumentar su peso, solo su peso y de paso su soldada, nunca el calor que precisasen quienes ingenuamente sucumbiesen a su estafa.

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