Opinión

Fiestas, madroños y queso americano

En el Orense aquel del que les vengo hablando a ustedes en los dos últimos meses la Fiesta de San Lázaro era un es no es pecaminosa. El hecho de que tuviese lugar en plena Cuaresma, cuando la Cuaresma era lo que era y no esto en lo que se ha convertido ahora, le confería a la celebración ese puntito transgresor que hacía que no pocas familias recomendasen a sus vástagos que no se acercasen por allí.
La cosa no era para tanto. Lo recordé el otro día, después de haber dejado el coche en el aparcamiento que hay detrás del edificio que fue sede del Gobierno Civil de la Provincia y acercarme al Parque de San Lázaro ocupado en su acera principal por los puestos de rosquillas de siempre y que siempre seguiremos comprando, a pesar de que empalaguen, porque saben a infancia y a verbena y somos así y de eso no nos recuperamos. Ni tenemos por qué hacerlo.


Quizá los más jóvenes no entiendan estas cosas. Ellos vienen de una juventud más diáfana y menos asustadiza que la nuestra  durante la que los cines se cerraban durante la Semana Santa, no se podían cantar, se velaban con paños morados las imágenes de las iglesias, las emisoras de radio emitían sólo música clásica, cuando no únicamente sagrada y hasta las jaulas de canarios cantarines podían se veladas para evitar sus trinos. En vísperas de tales condiciones ambientales a ver quién coño iba de fiesta.
Reviví aquel tiempo hace unos días al coincidir con los puestos de rosquillas en una breve visita a Orense. Un amigo cumplía los años que hay que cumplir cada doce meses -no siempre los mismos, claro, aunque sigamos siendo por dentro los mismos de siempre- y había que cenar lamprea en La Mina, allá arriba por donde estuvo el Cuartel de la Guardia Civil. Se trató del segundo mazazo.
El primero lo había recibido en carnavales, caminando, cómo no, por la calle del Paseo llena de máscaras que me hicieron evocar los años de las rosquillas y los rezos, cuando a lo más que llegábamos era a ponernos una de aquellas caretas de cartón a las que siempre se le rompía uno de los agujeros en los que se anudaban las gomas que las sostenían.
El mundo era así entonces y haberlo olvidado, haberlo dejado atrás, constituye un privilegio casi tan grande como el de poder evocarlo ahora en medio de una sonrisa que ya sabrán ustedes en qué consiste porque, a cada uno de ustedes, le habrá de brotar una distinta y ustedes mismos deberán interpretarla.
Eran tiempos que se resumen en dos frases que transcribo para ustedes. Ahí les quedan: “Martes de Carnaval, copadera general. Miércoles de Ceniza, espera la gran paliza”. Por no haber no había ni vacaciones de carnaval. Sí solía haber alguna que otra copadera general seguida, el miércoles, de una “falta de orden colectiva”. ¡Ah, qué tiempos!


Hace unas semanas anduve por Laza, viendo aquellos pastizales hermosos de su valle, en los que se engordaba el ganado que se habría de exportar a Inglaterra por O Porto y en la rectoral de una iglesia hermosa pude comer un madroño. Uno. Estaba exquisito. Por eso no sé si sería por este tiempo, creo que más bien era tirando hacia el otoño, que a los del Calvo Sotelo nos llevaban a Montealegre para que consumiésemos esas energías para las que, según se afirmaba entonces, también nos administraban bromuro en las comidas. Debía ser cierto -y de efectos retardados- porque este humilde escribidor de ustedes empieza a notar algo sus efectos.


En fin, que debía de ser hacia el otoño, pero a mi me viene bien que fuese alrededor de la Fiesta de San Lázaro o, aun mejor, durante los fines de semana correspondientes al Entroido, porque así podré ponerle coda a esta página de hoy en la que en mala hora empecé recordando las rosquillas de mi infancia para ahora acabar metiéndome en erbedelos, en bosques bajos ocupados por ese arbusto de la familia de las ericáceas, que es como en Ourense se les dice a los mismos madroños que en A Coruña le llaman alvedros y dan frutos que los gallegos llamamos morodos e incluso morogos.
Nos llevaban allí y nos pasábamos un par de horas recogiendo madroños que luego nos ponían de postre. La verdad es que debieron hacerlo tan sólo un par de veces porque la experiencia constituyó un fracaso. Los madroños estaban duros como piedras, creo recordar que porque los habíamos  recogido verdes, y por mucho aceite y vinagre que le echaron no mejoraron mucho.


El rechazo no significó un plante. Un plante fue el que hicimos con el queso americano que llegaba junto con la leche en polvo en tiempos que quedaron reflejados en la película ”Bienvenido Mr. Marshal”. Debo decir que en aquel colegio se comía muy bien, nada que ver con el otro del que ya he hablado aquí y que hoy no citaré por respeto a la memoria del Padre Peiteado, que casó a mis padres y le preguntó al coautor de mis si quería por “marida” a quien habría de ser mi madre.
Se comía muy bien, pero en el desayuno tenías queso americano. En el postre de la comida, tenías queso americano; en el bocadillo de la merienda, también tenías queso americano y finalmente, en el postre de la cena, volvía el famoso queso americano.


El plante lo inició un compañero, apellidado Alcalá, que  de forma harto curiosa era un voraz devorador de ese queso. Tuvo que ser después de la epidemia de gripe asiática porque, aprovechando las bajas por enfermedad, ya habían dejado de hacernos las camas y servirnos a la mesa y éramos nosotros quienes hacíamos una cosa y otra. Ese día no recogimos el postre. Y yo tuve la mala suerte de estar en una de las primeras mesas y ser interrogado y, claro, constaté que ya estábamos hartos de tanto y tanto queso. Aún recuerdo el bofetón recibido en premio a la claridad de mi exposición.
Entonces la vida era así, rosquillas de San Lázaro, caretas de cartón, madroños de Montealegre y mucho queso americano. ¡Quién se acuerda ya de aquello!

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