Opinión

“Le ha dao por ezcribí”

Recapacitando acerca de lo que les conté el jueves pasado -recuerden que les hablé de mi amigo novelista, empeñado en jubilarse para poder escribir de nuevo novelas de las que nos ayuden a reconocernos en ellas y a punto, por lo tanto, de meterse en un carajal de mucho cuidado- me entró la desazón que les confieso. Al retomar su oficio de escritor mi amigo se va a meter un lío fiscal del que podrá salir multado, sancionado y escasamente redimido.

Al recordar lo escrito el jueves se me vinieron a la mente diversas circunstancias consecuencia de haber vivido ya bastante e incluso de forma que podríamos considerar intensa; por ejemplo, no han sido pocos los escritores que, llegado cierto punto de sus vidas, decidieron quitárselas por un quítame allá estas miserias. Y a propósito de esto va la charleta de hoy, día del Señor y también nuestro

Lo que les voy a contar sucedió, hace muchos años, cuando yo todavía era amigo de Alfonso Guerra, que ya saben que fue vicepresidente del gobierno de esta nación de naciones que es España; es decir, el Sorayo de entonces, o algo así, si me permiten que así me de en considerarlo. 
Sucedió, como les ya les anticipé, hace muchos años, en una de aquellas mañanas, no pocas, que ocupábamos los dos en hablar de Literatura. Lo hacíamos cuando él estaba en Moncloa, mientras los demás pensaban que lo estábamos haciendo era hablar de política. Guerra es un lector atento, ojalá que aún por muchos años, ávido y minucioso, inteligente y dotado de una memoria que se diría portentosa, que siempre supo mucho más de literatura de lo que suponían sus enemigos y algo menos de política de lo que creían sus amigos. Tal era la razón, además del que creo un mutuo y amical afecto, que le llevó a perder algunas horas de su tiempo en hablar de lo que les digo con un escritor que entraba en su despacho disfrazado de político, que sí lo fui, aunque la verdad sea dicha, durante poco tiempo. Hablo de ser un político ejecutivo. Un político ingenuo y soñador lo fui durante demasiado tiempo.

El caso es que un día nos dio por recordar y hablar acerca de escritores que se habían suicidado y de las razones, mejor dicho de los motivos que les habían empujado a ello. Hablamos, entre otros, de los románticos españoles cuya obra no es comparable a la de otros pertenecientes a otros sistemas literarios. Nos referíamos, por ejemplo, a los ingleses, capaces de crear un corpus poético o literario solvente y de morir luchando en guerras que se dirían exóticas, ahogados en playas de lejanas y luminosas latitudes, mientras que los nuestros, incapaces de crear esos corpus literarios de fuste, conseguían sin embargo una estética personal mucho más romántica y acusada que la de aquellos y una muerte mucho más sonora, un pistoletazo final más estruendoso, pero repercusión literaria menos trascendente. Pongamos el ejemplo de José de Espronceda, si venir viene al caso, que es de creer que sí, que ese sí se ajusta a la valoración entonces hecha.

Con estos mimbres literarios fuimos construyendo el cesto conversacional de aquella mañana que hoy recuerdo, hasta que desembocamos en los distintos modos de suicidio y de asesinato que se utilizaban en su Andalucía natal y en nuestra Galicia de siempre. Enseguida dejamos atrás el libro de Daniel Sueiro sobre las formas legales de asesinato, léase de aplicar la pena de muerte, y pasamos a los suicidios por ahorcamiento, momento en el que Alfonso me preguntó de que árbol solíamos colgarnos los gallegos.

Enseguida le contesté preguntándole de cuál lo hacían ellos. Me respondió que de los olivos. Le respondí que nosotros de los manzanos, pero que nada teníamos nada contra las higueras y que nos podía valer otro árbol cualquiera, cuando no cualquier viga de las cuadras del ganado. Entonces quiso saber qué hacíamos nosotros con los manzanos de los que se alguien se hubiese colgado. Le respondí qué otra cosa podríamos hacer que comernos sus manzanas. Se mostró no sé si muy gratamente sorprendido por lo que le pregunté de inmediato qué hacían ellos con los olivos que estuviesen en el mismo caso. Me respondió que talarlos, cortarlos de raíz. Entonces el estupefacto fui yo.

Les advertí que me acordé de todo esto al ser conocedor de que un buen amigo novelista está dispuesto a jubilarse, nada más alcanzar los sesenta años de su edad, y, cobrando su jubilación, volver a dedicarse al empeño de su vida, es decir, a escribir novelas. ¿Cómo reaccionará cuando, al concluir una novela y obtener con ella un premio literario o alcanzar un nivel de ventas considerado suficiente, pueda ser multado y castigado, viendo reducidos sus ingresos y teniendo que decidir que lo mejor que va a poder hacer es abandonar de nuevo la escritura refugiándose en la vida miserable que le pueda deparar su pensión de m.? ¿Suicidándose?

Lo pregunto por que regresé de Madrid sabiendo que Gamoneda, octogenario, y Caballero Bonal, nonagenario, se están viendo en tamaña e injusta situación y que, de los setentones y sesentones que venimos detrás, el que no las está pasando canutas la está pasando literalmente putas, de modo que el que no tiene cáncer padece parkinson, el que no lo padece tiene a su familia destrozada y pocos son los que pueden sobrevivir holgadamente y me estoy refiriendo a escritores y críticos de solvencia y con prestigio acreditado por obras que han ayudado a hacer mejor este país. ¿Cómo acabará mi amigo?

España no es un país injusto y cabrón, como algunos piensan, pero si ha tenido momentos de su historia -y aún los tiene- en los que el poder ha sido ocupado por gentes totalmente ajenas a la voluntad de saber y conocer. La realidad de José María Pemán, escritor by excellence del régimen franquista es bien conocida y conviene recordarla: su aristocrática y andaluza familia decía de él que era “¡buen shico, pero le ha dao por ezcribí…!” No se suicidó, claro, pero cuántos, lo hicieron poco a poco, sumiéndose en abismos a los que fueron conducidos por una realidad adversa, tan adversa como pueda ser la que de aquí a pocos años nos deparen las leyes que están siendo puestas en vigor a no ser que haya un cambio y acceda al poder quien las derogue. A no pocos, esta, les parecerá una reflexión disparatada, ojalá no tengamos ocasión de comprobarlo.

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