Opinión

Hambre en el instituto

Quizá sean los estados de crisis -entendida esta en el sentido de la penuria económica- los que, de forma que se diría harto curiosa, cuando no chocante, favorezcan la estabilidad de aquellos gobiernos que basan su ejecutoria en dar las necesarias vueltas de tuerca a las economías de los más necesitados, debilitándolas todavía más; al tiempo que dan rienda suelta a los afanes, en ocasiones demasiado espurios, de una minoría dispuesta a comerse el mundo a bocados con independencia de las indigestiones que tamaña y desproporcionada ingesta pueda causar a todos.

Los lectores habituales no desconocen que el firmante no sabe ni papa de economía, ni de las leyes que la rigen, pero los que sí saben de esta (¿ciencia?) hablarían -lo harían sin duda mucho mejor de lo que tan referencialmente se está haciendo-empleando con gran soltura términos como macro y microeconomía. 
La macroeconomía española arroja cifras positivas pero, por ejemplo, el hecho de que la proporción de bancos españoles que controlan el cotarro sea muy superior a la de los que pretenden hacer lo mismo con la economía norteamericana, es otro dato, al lado de este, que puede permitirnos hablar de esa posible indigestión antes de los que se piensa. 

Sin embargo no hablábamos de eso. Lo hacíamos tan solo para intentar explicar nuestra sospecha de que, cuando las cosas están muy mal, cuando la microeconomía anda como todavía anda la nuestra, la gente se contiene por miedo a que la situación pueda empeorar todavía más. No de otro modo se puede entender la contención de la que lleva haciendo gala la población española, incapaz de reaccionar masivamente ante la corrupción, o ante otras realidades igualmente lamentables, con el mismo y colectivo afán puesto, por ejemplo, en celebrar la libertad de elección sexual en la reciente manifestación celebrada en Madrid con motivo de lo que se ha dado en llamar el orgullo gay; esa especie de carnaval multicolor y multiopcional, pues tantas son las opciones que ya hay quien reclama la consideración de treinta y dos, nada menos, como si no fuesen suficientes con los cinco que nos enseñaron en el bachillerato a las gentes de mi edad aun con todas las variaciones contemplables.

Se comenta todo lo hasta aquí comentado porque la sospecha que se insinuó es la de que si, efectivamente, durante los momentos más duros, por temor a que estos empeoren, las gentes se contienen, será en los momentos en los que la sociedad empiece a mejorar cuando la gentes se desinhiban y empiecen a mostrar las uñas que permanecieron ocultas quizá durante demasiado tiempo. No fue en los primeros y más duros años de la pasada dictadura cuando las gentes se manifestaron. Fue a partir del momento en el que la sociedad alcanzó un nivel de vida aceptable cuando empezó a hacerlo.

Por todo esto, quien les escribe, no oculta cierto y concreto estado de expectación personal que lo mantiene en ascuas de cara al otoño que, dado que le verano está siendo lluvioso, igual se nos ofrece caliente en grado extremo, más si tenemos en cuenta la tensión acumulada. 

Hace unos días, en Madrid, hablando con un buen amigo, profesional de éxito, escritor reciente pero también con éxito, buena y cabal persona donde las haya, le comentaba yo la preocupación de alguien muy cercano a mí por unos alumnos de su instituto que, durante el curso, era frecuente que se desmayasen debido al hambre que traían de sus casa; hambre que paliaban con la comida que se le servía en su centro docente.

Mi amigo y colega, que es como les advertí una buena y cabal persona, vive en un mundo de palcos presidenciales y hoteles de cinco estrellas, me mostró su asombro y su incredibilidad. ¿Pero es posible?, me dijo. ¿Eso es posible?, me insistió. Claro que es posible, lamentablemente posible, y sucede en A Coruña. En la ciudad en la que entre Amancio Ortega y la generosa entrega de quienes colaboran con Cáritas diocesana se ha conseguido paliar, siquiera en una mínima pero significativa medida, gran parte de la tragedia colectiva que la crisis ha generado. ¿Alarmismo? No. Realidad. Triste, sí, pero realidad.

Por eso es de desear que la contención habida mantenida a lo largo de todos estos años no se nos desboque; ahora, cuando parece ser que, al menos macroeconómicamente, pero acto seguido y como consecuencia de ello es de esperar que también microeconómicamente la situación mejore; es de desear, les decía, que no se desboque la contención y las cosas de nuevo se compliquen. ¿Cómo evitarlo? No lo sé. Quizá con una decidida acción de los jueces contra la corrupción, con la renovación de un Gobierno excesivamente reprobado, con la intensificación de las acciones de la UCO y de la UDEF, con la colectiva apuesta por un proyecto de Estado que acabe de una vez con las sevicias que arrastramos desde que los Habsburgo fueron sustituidos por los Borbones. Hace de ello ya demasiado tiempo.

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