Opinión

"A ise Cervantes nin Deus o coñece"

Cuando me decido a comenzar esta página me doy cuenta de que fue acertado poner en plural el título de esta sección porque son dos y pico las horas que llevo intentando evocar aquel Orense que nos convoca aquí a ustedes y a mí desde hace ya varios domingos, en esta página consecuencia que es de las dos y media de ordenador de las que surgió.

Como nada me viene a la memoria, me decido a empezar este semanal camino sin saber en absoluto a donde ha de llevarme. Seguro que a aquel Orense. Pero cómo y a qué Orense, porque decir aquel Orense es decir muchos Orenses. Si una generación se completa en quince años, y setenta son los que yo tengo, ya han pasado cinco que tendrán guardado, en el interior de cada una de ellas, un Orense distinto y habitado por otros seres de los que recordamos los que somos de mi edad.

¿Seremos muchos los que todavía sabemos de la Casa de Baños existente, en tiempos, al pie mismo del Barbaña, del lado de las Burgas? ¿Muchos los que recuerden el lavadero, alimentado con agua de las Burgas, que había casi enfrente de esa Casa de Baños? ¿Y los que recuerden a las mujeres desplumando pollos mojándolos previamente en la hirviente, burbujeante agua de las Burgas?

¡Ay, aquel Orense! En él eran posibles una “esmorga” como la que describe Blanco Amor y una calle del Villar jalonada de bares en los que las prostitutas se asomaban a sus puertas con toda la naturalidad del mundo, como si Temiño Saiz no existiese. Y claro que existía.

Era el Orense que dibujaba Conde Corbal y en el que Risco ejercía un magisterio que aún perdura. Se han ido ya Xaime Quessada Y Xosé Luís de Dios, entre otros, queda todavía un artistiña de los así bautizados por Don Vicente, queda Acisclo Manzano, modelando el barro, dándole un movimiento que se diría marítimo, de ola dulce y sosegada, atlántica, dispuesta a llegar a una orilla cualquiera de las muchas que tiene el infinito.

¡Aquel Orense! ¿Cómo es posible que se haya dejado que desvaneciese el Volter cuando debiera haber sido declarado Bien de Interés Cultural y cuando aun estamos a tiempo de que pueda ser así catalogado? Miren que se llevan tirado cuartiños y cuartiños en Auditorios y Casas de Cultura, en ciudades de cultura y polígonos industriales, sin lograr desviar una peseta para salvaguardar los viejos cafés, las tabernas solidarias, las librerías de lance o aquellos kioskos en los que comprábamos cigarrillos portugueses de tabaco rubio: el tresvintes, el sporting y algún otro que ahora no recuerdo, tabacos peleones con sabor a tinte de peluquería barata, mucho más barata que el que ofrecía Tabacalera con aquellos bisontes empaquetados en cajetilla verde.

Los domingos íbamos a cambiar cromos delante de La Viuda de Lisardo, justo allí en donde ahora una alegoría modelada por Xaime Quessada nos avisa de que era allí, precisamente allí, a sus pies, en donde realizábamos los canjes y comenzábamos a hojear los tebeos recién comprados.

Eso sucedía los domingos. Los miércoles, en cambio, delante del Hotel Miño, ocupando incluso la calle del Paseo en el espacio correspondiente a su fachada, se reunían los jamoneros y celebraban su feria de jamones. Nunca supe por qué razón no los llevaban consigo y di en imaginar que llevarían varios de aquellos punzones de hueso con los que los atravesaban para poder olerlos y determinar de ese modo su calidad y estado, al tiempo que el precio y la conveniencia de comprarlo. Pero tampoco vi nunca esos punzones. Fantasías de niño. Pero que allí se reunían los tratantes de jamones eso sí que lo recuerdo.

Entonces aún no habían sido inauguradas las Galerías Centrales. Cuando lo fueron podías atravesar los grupos de jamoneros parlanchines y feriantes y entrar en ellas, justo por enfrente del Cine Losada, para salir por la calle del Capitán Eloy casi la lado del Cine Xesteira. Se llamaba así porque su dueño después de consultar acerca del nombre que le pondría a su local y oír que le recomendaban el de Cervantes sonrió, iluminó la sonrisa con mirada inteligente y pícara, y parece ser que dijo “bueno, carallo bueno, póñolle Xesteira que me coñece todocristo e a ise Cervantes nin deus o coñece”. Y así fue.

Si seguías subiendo por esa calle, dejando atrás el Xesteira y el recuerdo de Cervantes, paz tengan sus huesos, encaminándote hacia el Campo de las Mercedes, podías tener suerte y ver como los bomberos, desde lo alto de su torre, se deslizaban por el interior de un tubo de lona, una especie de calcetín sin puntera ni talón, hasta llegar al suelo.

Otras veces lo que podías ver era un entierro. Entonces se trasladaban a los muertos en fúnebres carrozas de caballos, negras como tizones. Según fuese la carroza, según el número de caballos y los penachos que luciesen podías deducir la importancia de quien en vida había sido el ocupante del cadáver, antes de que exánime entregase su alma nunca sabrías si a dios o al diablo. 

Si la carroza era un simple carro arrastrado por un caballo viejo y un cura como mucho apurando el paso, sabías que la inexistencia de solemnidad garantizaba el paso de un piernas cualquiera que seguramente sonreiría al poder leer sobre la puerta de acceso al cementerio de San Francisco que “el término de la vida aquí lo veis, el del alma según obréis”. Años más tarde, un primo mío, realizaría sobre el blanco muro que cerca el cementerio por su fachada principal una pintada que después se haría famosa. Rezaba así la tal pintada: Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto, Freud y Marx han muerto… y yo no me encuentro nada bien. Pero ese era ya otro Orense.

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