Opinión

En Italia tampoco entienden nada

La semana pasada, en Roma, todo era calor y flores. Tanto calor, flores tantas, que el mejor lugar de toda ella era el interior de un taxi con aire acondicionado pese a que, en su habitáculo, no hubiese presencia vegetal alguna y sí, en cambio, estampitas del papa Francisco, estampitas de señoras en bikini (cosa de la alta temperatura, casi seguro) estampitas o insignias de La Roma, más estampitas con la loba del Capitolio acompañada de los mamones llamados Rómulo y Remo, tan insaciables como siempre, y algunas otras estampitas más cuya enumeración omito por respeto al lector pacato; pero así es Roma, la insondable, la que se alimenta de si misma, excepcional y única, siempre amada.

Al regreso me esperaban esta cita con ustedes y la segunda floración de las glicinias. Algunos rosales trepadores las habían alcanzado y sus flores se habían unido a las de aquellas de forma que era todo un florilegio el que me esperaba, conjuntado con el dulce aroma de unas y de otras; también el contraste de sus flores y colores, la maravilla de saber que todo puede renacer al menos un par de veces si la primavera es generosa. 

En Roma, es decir, en Italia toda, un florilegio –del latín floris legere; esto es, escoger flores- es lo que aquí llamamos un poemario y de esto venía yo, precisamente, de afanarme y desvelarme por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo, si es que me disculpan que eche mano del terceto que Cervantes escribió para su Viaje al Parnaso. Ya les dije que allí todo eran flores, las que entendemos aquí por ellas, cuando no son ni rosas ni glicinias. Había ido a presentar esos 69 poemas de amor escritos de una sentada que duró el trimestre que siguió a un coma inducido de medio mes de duración. Al regreso, ya saben, rosas y glicinas.

El caso es que anduve mucho en taxi, llevado que fui de un sitio para otro, en medio de un calor sofocante que a nadie le hubiese cabido en la cabeza tan solo unas pocas horas antes de que llegase. Un ferragosto saltarín y anticipado se había saltado el calendario y sorprendido a toda la vecindad de la ciudad más excepcional del universo mundo. 

Roma en taxi da para mucho. Desde el asombro por lo rápido que son en llegar, cada vez que solicitas uno, y lo sorprendente que resulta el tiempo que emplean en llevarte a tu destino; unas veces, por un sitio; otras por otro; nunca por el mismo; jamás en el mismo tiempo, ni con la misma o aproximada cantidad de euros asomando en el taxímetro para exasperación del usuario habituado a otros amenes de traslados urbanitas en lugares más frecuentados e igualmente costosos; más, mucho más costosos que un viaje en una línea aérea de low cost que te lleve desde una ciudad europea a otra cualquiera de esa enorme mujerona que un día raptó un toro y se conoce como Europa, no se sabe aún durante cuanto tiempo.

Vayas solo o acompañado, arrullado por la brisa fresca que asoma por las salidas de los climatizadores, la conversación surge espontánea y libre, siempre a propósito de Europa. Cualquier taxista que te transporte de un lugar a otro, o cualquier docente universitario que te acompañe a lo largo del trayecto, dejarán de referirse a la etapa que vivimos con la misma, idéntica acritud que utilizamos en España quienes no pertenecemos a esa casta, al estrato de nuestra sociedad que hoy todos conocemos y se diría que aceptamos, con esa denominación que, al cabo de los años, terminó por imponerse, ya vemos con cuales resultados. 

Allí, en Italia, tampoco nadie se explica nada, a pesar de que después de habértelo dicho de ese modo, pasen a explicarte que, una vez más, los bárbaros van acabar con el Imperio Romano, quieren decir con la Europa Romana, con la hegemonía del sur y de lo mediterráneo, para que todos acabemos atravesando de nuevo el páramo medieval sembrado de feudales que ahora tienen formas de banqueros ocupados en las altas florituras del capitalismo financiero, ajenos a los nuevos siervos de la gleba que, más que feudalizados, se encuentran bancarizados; si es que me dejan los lectores utilizar de nuevo este término que ya asomó por aquí algún que otro jueves.

Temen que los bárbaros o los teutones, pues a un modo u otro recurren para identificarlos, sigan bajando y traigan de nuevo otro personaje, gordo y calvo, que se pavonee en un balcón desde el que ofrezca conquistar de nuevo el mundo, refundar el imperio e invadir cualquier país del que puedan estar llegando oleadas de lo que teutones y sajones consideran emigrantes y no son más que refugiados llenos de tanta desesperación como de esperanza.

Y mientras los italianos se sonríen confiando en su destino; al fin y al cabo son una potencia industrial, también en el aspecto metalúrgico, ellos, que tienen un país carente por completo de minería alguna, ayunos de tantas cosas que se te encoge el corazón sin te pones a pensar en ellas; pero conscientes y satisfechos por saberse dueños de una sociedad civil tan asentada y fuerte que les permite vivir durante meses sin gobierno alguno que rija los destinos del país. Claro que pueden sonreírse. Son los reyes del diseño, hacen maravillas con la industria farmacéutica, también con la automovilística, la moda y el calzado son sus ámbitos naturales, el turismo del ocio y el cultural atraen a millones y millones de viajeros. Han hecho de la pizza una comida internacional y así podríamos seguir.

¿Y nosotros? Nosotros no tenemos esa sociedad civil, carecemos de esa industria que ellos tienen, nos cargamos la naval que tanto había logrado y prometido, el turismo que nos está llegando se compone mayormente de sajones dispuestos a la borrachera o de ancianos que acuden a operarse -a costa de nuestros impuestos- de todos sus achaques sin más que entrar por la puerta de urgencias y requerir cuidados.

En resumen, que ya les dije que vengo de Italia y que allí todo eran calor y flores y que aquí, nada más llegar, nada de sonreír pues todo es ponerse de nuevo en eso que se llama la puñetera prosa de la vida. Aunque, eso si, con un insólito calor que cualquiera diría que fuese también romano.

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