Opinión

La macedonia catalana

Tengo bastantes amigos por ahí afuera con los que poder vernos las caras a través de la pantalla del ordenador en muchas ocasiones; hablar por teléfono, en otras; o cruzarnos correos electrónicos, en las más de ellas.

Son gentes que habitan en distintos continentes. Hace ya unos años, incluso, manteníamos una tertulia semanal, a través de esa maravilla que es el Skype. Una tertulia, que a los pocos días y en sus partes consideradas más interesantes, uno de mis amigos, profesor universitario, solía ofrecer a sus alumnos. Hablábamos de todo, como es de suponer.

Aquella tertulia me sirvió de punto de inflexión de no pocas de mis actitudes, que fueron cambiando gracias a ella. O que, si no fueron cambiando, sí fueron perfilándose, aquilatándose, haciéndose más nítidas y conscientemente asumidas. Si algún prejuicio tenía establecido respecto de mis creencias y las ajenas, de mi propio sentido de la espiritualidad o de la creencia religiosa de los otros, de mi credo político y mis convicciones ideológicas, o incluso de un solapado racismo que siempre es de sospechar que anide en cada uno de nosotros –ese miedo cerval a lo diferente, a lo distinto, siempre a punto de sorprendernos- todos esos prejuicios, en mayor o menor medida padecidos, fueron diluyéndose. 

Siendo tan distintos y estando tan distantes, pensando de tan diferentes modos, cada uno de nosotros compartía con los demás idénticas actitudes vitales, sentía la misma curiosidad intelectual hacia lo que no comprendía y nuestra disposición de ánimo era la de conocer y comprender lo ajeno. Comprendí entonces que mi patria son mis ideas y mi gente quien comparte las actitudes que estas me reclaman en mucha mayor medida que mis propias creencias y sentimientos.

Estos días se ha reactivado bastante la comunicación entre nosotros. Está siendo así a partir de lo sucedido y de lo aún por suceder en Cataluña. Debo confesar que se me hace muy difícil el hecho de explicarles nada a este respecto porque lo cierto es que entiendo poco lo que allí se desarrolla; mejor dicho, el modo en el que se manifiesta algo que a mi se me antoja legítimo, tal como es el querer decidir quién es uno mismo y cómo conducirse, haciéndolo del modo en el que se está haciendo.

No sé cómo explicarles que rechazo la actitud del Gobierno de España y que siento idéntico ánimo si pienso en la macedonia de frutas que, al menos en principio, organizó el presidente catalán, asistido de tantas y no sé si tan frutales variedades como lo es la suya propia. Cuando algo se escinde en dos partes hay que buscar la igualdad, es necesario el acuerdo y la persecución de la ecuanimidad y, en este caso, no ha habido, ni parece que vaya a haber el diálogo que se entiende como ineludible y necesario. Se trata de un divorcio en el que una parte dice yo me voy y la otra contesta no, no te vas. A mayor abundamiento las dos partes no solo están convencidas de tener ellas la razón sino de que los votantes se la han dado. Las dos aseguran que han ganado. ¿Habremos perdido todos?

Cuando reflexiono acerca de todo esto, procuro practicar la empatía poniéndome en el lugar del otro y, como soy gallego, empiezo por ponerme en el lugar del catalán al tiempo que, de refilón, me pongo también en el del vasco. No suelo llegar muy lejos.

Mientras que, por un lado, las reivindicaciones nacionalitarias de catalanes y vascos han crecido a impulsos de una burguesía, no excesivamente ilustrada en ambos casos, las nuestras lo han hecho a empujones de escritores y poetas, de intelectuales de clase media, más o menos acomodada, secundados, en muy contadas ocasiones, no por un numeroso proletariado urbano, sino más bien escaso, cuando no por el sector agrícola y casi nunca por un clero concienciado como ha sucedido en los dos casos a los que nos referimos.

Por otro lado el Estado, pues no solo lo han conseguido las respectivas burguesías, se aplicó durante décadas en el desarrollo de todo tipo de infraestructuras en ambos países invirtiendo en ellos gran parte de los presupuestos generales generados por los impuestos del conjunto de la ciudadanía española. Mientras eso sucedía, los gallegos emigrábamos al extranjero de afuera, pero también al extranjero de adentro, es decir a Cataluña y al País Vasco. Cómo fuimos aceptados en ambos lugares lo explica mejor de lo que yo pudiera hacerlo el concepto que de nosotros han obtenido en ambos sitios y se explica fácilmente sin más que escuchar chistes y chascarrillos al respecto de nosotros, los gallegos.

Emigrábamos y enviábamos dinero, todavía hoy nuestra capacidad de ahorro es ilimitada, lo mismo que nuestra laboriosidad e incluso me atrevería a decir que también nuestra honradez. Para ello no hay más que constatar el nivel de corrupción política alcanzado en Cataluña; que no tiene nada que ver con el nuestro ni, justo es decirlo, con el vasco.

Hay más consideraciones que hacer, pero estimo que con estas pocas es más que suficiente para hacer ver la dificultad que encierra hacerle comprender a mis amigos la susceptibilidad que me embarga a la hora de explicarles la complejidad de un proceso que apoyo en su esencia pero del que difiero sustancialmente a la hora de ver como se ha manifestado. Sé muy bien lo que los sentimientos pesan a la hora de tomar decisiones, pero no ignoro que de buenos sentimientos está lleno el infierno. Mi problema estriba en el hecho de que entiendo que, en el proceso sobre el que mis amigos recaban mi opinión, sólo se han agitado sentimientos en mucha mayor medida que razones. Y que el problema se agrava desde el momento en que esto se ha hecho tanto de una parte como de otra.

No quiero caer en la que a mi se me antoja la ridiculez de plantear una liga de fútbol sin el Barça, o un campeonato europeo sin Gasol, o un estado catalán independiente en el que las pensiones de los ciudadanos las pagase el Estado español quien, a la vez, seguiría expidiendo pasaportes con los que los ciudadanos de otro estado, el catalán, pudiesen circular libremente por donde les diese la gana. Contemplado con mis ojos de gallego eso sería algo así como hacer de puta y tener que pagar la cama. Algo sabemos de esto los gallegos cuando los bancos españoles se llevaban, literalmente, el producto de nuestros ahorros para financiar el desarrollo catalán. Y ya está bien de coñas. La solidaridad, o es reciproca, o se convierte en explotación cuando no en cachondeo. Y ya nos va llegando a los gallegos.

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