Opinión

Lo que nos dicen los olores del pasado

No sé si se debe insistir en la evocación del Ourense de hace cincuenta o sesenta años. Quizá sólo nos interese a los que lo vivimos porque tal evocación produzca en nosotros el resurgimiento de sensaciones equivalentes a los que el olor de determinadas comidas o ambientes nos despiertan. Y no solo de ellos. De vez en cuando, en algún lugar de un hospital o un sanatorio, de una lejana y silenciosa consulta médica, descubro el mismo olor que impregnaba la de mi abuelo y el corazón se me llena de afecto y de ternura. El caso es que somos así.

Cuando subo hasta Chaguazoso, allá en el silencio alto que envuelve a toda A Mezquita, y paseo por sus calles de losas de granito bien pulido, salpicadas de bostas vacunas cuyas emanaciones ocupan el aire de forma que algunos dirían algo estrepitosa. Confieso que a mí, bien por el contrario, el corazón se me llena de alborozo. Allí las vacas siguen pastando hierba y los olores del estiércol, alejados de los actuales que son consecuencia de la desmedida ingesta de pienso y de otros inventos no se si perniciosos, pero sí de esos que vuelven locas a las vacas, los olores así obtenidos, con fragancia vegetal y pura, me devuelven a las calles de mi escasa infancia alaricana de modo que excuso decirles que incluso me resultan agradables. Lo son. Al menos para mí. Pues así pueden ser los recuerdos y las evocaciones, disculpen si me paso.

La evocación de la geografía mental que en tiempos habitamos los que rondamos los setenta y pocos o ninguno, puede producirnos el agradable olor del recuerdo, la agradable sensación de la ingenuidad perdida, mientras que a otros, más jóvenes y aguerridos, ese olor, puede resultarle nauseabundo. Si esto es así supongo que será por su incapacidad de comprender que esta su sociedad de hoy nunca hubiese sido como es si la que aquí en ocasiones y domingo tras domingo se describe no hubiese sido como fue.

Ignoran todavía, quienes así reaccionan, que el futuro no existe sino que simplemente es el presente que deseamos y que este se asienta en el pasado. Nuestra generación ha podido construir el presente que hasta hace poco hemos venido disfrutando. Por eso hemos pertenecido, pertenecemos a una generación privilegiada. Desde nuestro nacimiento hasta el comienzo de la crisis hemos visto como nuestra sociedad y con ella prácticamente cada uno de nosotros, minuto a minuto, fue haciéndose mejor y progresando.

Recuerdo de forma vívida las fotos que ilustraban, en este mismo periódico, la dureza de la vida en la extinta Unión Soviética. En ellas se podían ver mujeres, vestidas con sacos, que picaban piedras con las que pavimentar el suelo de las carreteras; pues bien, así las veía yo cuando llegaba a la casa pontevedresa de mis padres, protegidas sus piernas y sus sayas con sacos de arpillera, armadas de mazos con los que picar sino aquellas y soviéticas estas nuestras y graníticas, más duras aun si cabe.

Venimos de aquel mundo. Entonces nuestra provincia ourensana producía más electricidad que el resto de España en su conjunto mientras era, de toda ella, la que tenía más pueblos carentes de luz eléctrica. ¡Qué lejos estaba entonces la Derrasa y cuanto miseria se podía contemplar si bajabas hasta ella desde el Campamento Monterrey! Nosotros, los de mi edad, venimos de ese mundo aunque algunos de nosotros pretendan ignorarlo o incluso lo hayan olvidado.

Entonces soñábamos un futuro que fuese semejante al presente que deseábamos. Ya nadie se acuerda de que un campesino era autosuficiente y hasta plantaba pinos con cuya tala poder atender a una enfermedad, a una boda o incluso a un entierro inesperado por temprano y suceder a destiempo. Es comprensible que a no pocos de los descendientes de los que entonces e impropia y despectivamente se les consideraba desertores del arado les resulte nauseabundo la simple evocación de aquellos tiempos. Sin embargo no sería nada malo que los más jóvenes de nuestra tribu llegasen a conocerlos en su integridad más pura y desideologizada. Comprendiendo estos que ya son los suyos, gracias al conocimiento del pasado, podrían construir con más facilidad y mejor la sociedad que sueñan para ese presente que, cada vez más, se nos está yendo a todos de las manos y son ellos los llamados a sus restauración.

No es pequeña labor la que les aguarda. Restaurar siempre es mucho más arduo y costoso que construir. Nosotros conocíamos nuestro pasado y sabíamos que queríamos escapar de él. ¿Conocen ellos el suyo? No lo creo. Hemos escapado tanto de él, ellos pero también nosotros, que se nos ha quedado atrás de tal modo que, a poder fijar fielmente este y final al que la crisis nos ha traído. Y la crisis no es solo económica sino también y fundamentalmente lo es de valores.

Ahora, en el mercado todo vale. Lo que en nuestra juventud quedaba sellado con un apretón de manos y era inamovible no lo mantiene ahora veinte escrituras notariales. La palabra ha sido sustituida por los emoticones y una sociedad surgida de tal desaguisado no permite desear más furo, es decir, más presente que el del día a día más prosaico.

Vivimos en los inicios de una nueva era en la que los jóvenes son educados manteniéndolos ajenos a la historia de sus pueblos, insensibles al conocimiento de sus literaturas, ajenos a la sucesión de los movimientos culturales que determinaron el progreso de las sociedades en las que han crecido, atentos tan sólo a la consecución del diario sustento. Eso es lo que también hemos ayudado a edificar, por acción unos, por omisión otros, las gentes de mi edad.

Por eso no está de más que seamos nosotros mismos los que estemos atentos a percibir los olores del pasado, sus emanaciones y fragancias, por si debemos recuperar, todavía, algunos de aquellos ímpetus a fin de poder trasladárselos a estos jóvenes educados para bailar al ritmo que les marquen los de arriba porque nosotros y también bailamos y supimos detener la zarabanda o al menos eso nos creímos.

Se quiere decir que es preciso un esfuerzo colectivo, un reconocimiento de los propios errores tanto como de los ajenos. El presente está esperando a ser debidamente reformado. En eso y en poco más consiste ya nuestro futuro. Así que mejor es que no nos detengamos.

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