Opinión

El olor de la nostalgia

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Parece ser que a Marcel Proust lo invadía la nostalgia cada vez que se llevaba a la boca un sorbo de té caliente después de haber ingerido un pastel. Una nostalgia relacionada con la magdalena que le daba su tía durante las visitas que el gran escritor francés hacía a su casa en tiempos idos. Sorbo de té, después del pastelito, y la casa que emerge de inmediato surgiendo del recuerdo provocado por ingesta tan simple como higiénica.

Acto seguido, una vez recobrada la imagen de los salones de la casa, de la fachada gris del edificio, de la calle, después de la ciudad, todo de forma que, evocación tras evocación, Monsieur Marcel recobrase un tiempo dulce y lo habitase pues es a esas estancias y no a otras a las que conduce la nostalgia, pues dulce es el aroma que desprende; o al menos eso es bueno que creamos. Que así sucedía nos lo explica él mismo Proust en “El camino de Swann”, el primero de los cinco tomos de la novela que le sirvió para entretenerse en la búsqueda del tiempo perdido.

Nadie nos aclara –ni el propio Prouts lo hace- si el té era rojo o verde, si peach tea with blossoms o jasminbe blossom tea que, escrito así en inglés, queda muy british e incluso distinguido, pero que no añade nada. El caso es que la magdalena no aparece más que en el recuerdo, envolviendo la nostalgia, sin necesidad de que le petit Marcel tuviese que comérsela. Por eso hay quien afirma, quizá con una intención no muy higiénica, que la proustiana magdalena es más bien una tostada.

Yo me la imagino, la tostada, untada con mermelada de arándanos, cuando no de moras preferiblemente procedentes de silveiras en las que el jilguerito hubiese metido el rabo en el justo momento de la lluvia; tal y como la canción afirma que hace la buena moza cuando no tiene quien la quiera. Es el dulzor de la tostada mezclada con el aroma del té la que le provoca a Proust ese sentimiento que todos disfrutamos -conste que algunos incluso lo padecen- cada vez que recobramos esos olores y sabores a los que venimos refiriéndonos.

¿Qué otra cosa explica, si no, el hecho de que la tortilla de patatas de nuestras respectivas abuelas puedan e incluso deban ser consideradas las mejores del mundo? Recuperar el sabor de aquella tortilla, incluso de aquellos callos, también de cierta menestra de cordero que hacía la mía los domingos, es retrotraerse al tiempo feliz de la primera infancia cuando el mundo era pura armonía y la música cósmica nos resonaba en los oídos interiores sin que nos enterásemos de ella pese a los beneficiosos efectos que causaba.

Lo considerarán muy prosaico pero a mi todavía me puede emocionar el olor que desprendía la consulta de mi abuelo y se esparcía por el portal de entrada de su casa, subía por las escaleras que conducían al primer piso de ella e impregnaban sus ropas. Y si alguien irrumpiese hoy ante mi oliendo a cloroformo como olía mi padre cuando llegaba a casa directamente del quirófano –soy ya tan mayor que aun recuerdo cuando se anestesiaba con éter o con cloroformo- podría ponerme a sollozar como un chiquillo; digo más, incluso agradecería un dolor de cabeza como aquellos que tal olor nos causaba algunas veces. Los tiempos entonces eran así y, créanme, recordarlos en plenitud de olores, se me ofrecen como un prodigio que mi mente me regalase una vez llegado el caso.

A donde llegaremos en esto de evocar olores gracias a un té o a una magdalena cualquiera lo sabe. Pero yo si se hasta donde llega, en dónde establezco la frontera, en dónde el límite para no sucumbir a la locura. Cuando voy a Chaguazoso y transito por sus rúas bellamente empedradas pero cubiertas de excrementos vacunos, en las cantidades justas y precisas para ello, y el olor a estiércol, a corte de vacas estrada con toxos, me invade, créanme que experimento un extraño sentimiento de placidez. Pues hasta ahí llego. Regreso a mi niñez y me emociono. Suelo explicarlo diciendo que allí las vacas comen mucha hierba y pocos piensos y de ahí que el olor de sus excrementos me resulte incluso enternecedor aunque muchos de ustedes se nieguen a admitirlo. Debe ser, esta mía, una manía de escritor; agárrenme esa mosca por el rabo.

No está escrito que Proust necesitase una magdalena para ponerse a escribir. Tampoco lo está que su ingestión estuviese reñida con su proceso creativo. En cambio sí lo está que nuestro Álvaro Cunqueiro, nuestro gran escritor nunca lo necesaria y suficientemente valorado, tenía su casa, o al menos su despacho, lleno de manzanas pues su aroma lo motivaba para escribir como lo hacía. No sé qué clase de manzanas serían las de su preferencia. Pero preferiría que no fuesen las reinetas. Nunca me gustaron.

En la casa ourensana de mi abuela se conservaban hasta bien entrado el año y el recuerdo de su olor me recuerda estos días de Navidad cuando, acabado el primer trimestre del año académico, quería regresar a casa de mis padres y ella retrasaba mi viaje o lo impedía. Ahora no como una reineta creo que ni por una apuesta. El olor de la nostalgia que me inducen no es dulce sino agrio. En cambio, si me gustan las uvas pese a que, también en la casa de la madre de mi madre, se les cubría el extremo superior del racimo con un poco de cera y se colgaban de un cordel para que se conservasen. Y vaya si se conservaban. Tanto y tan bien que se me antojaba un prodigio que nunca atribuí a ,i abuela sino a Dios sabrá que arcanos que todavía ignoro y querré moriré sin despreciarlos.

Abandonemonos, pues, cada uno de nosotros a nuestra propia nostalgia, entreguémonos a nuestros olores, pero no tanto a nuestros sabores porque, no lo olviden, llegadas ciertas edades que se dirían provectas, el de comer, es el único placer que se puede llevar a cabo tres veces al día, día tras día, vestido…y sin sudar y, créanme, tal atlético ejercicio, placer tal, sube la tensión, aumenta el colesterol, sube el índice de azúcar en sangre y, no lo olviden, por una causa o por otra sufre el corazón.

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