Opinión

Sigue lloviendo sobre mojado

Volvieron las lluvias, si es que alguna vez se hubiesen ido. No vale decir ¡qué chaparrones los de antaño! porque entonces no eran ni mejores ni peores. Las que si eran peores eran, desde las canalizaciones de los ríos, hasta la seguridad de las presas que los contenían, embalsando sus aguas revueltas y oscuras; creo que puedo asegurar que con o sin ganancias de pescadores. Depende de las aguas y los peces.

Recuerdo el Arnoia anegando el Arnado, los cerdos ahogados que bajaban flotando en medio de remolinos fugaces, unos, persistentes otros, mientras ofrecían a nuestros ojos infantiles sus vientres hinchados para que intentásemos reventárselos a fuerza de las pedradas que les lanzábamos desde las orillas. Vano intento, casi siempre. Eran nuestros juegos de entonces, por no citar otros peores.

En ocasiones el ímpetu de las riadas podía romper los diques de contención e invadir las tierras ribereñas con resultados catastróficos. Si no lo recuerdo mal, que sí es posible que lo haga, podía llover intensamente sobre el Miño y sus afluentes; lo hacía allá por el mes de junio durante las entonces llamadas primeras tormentas del verano; pero también en invierno, claro.

Por aquel tiempo yo vivía en la calle del Progreso, allí por donde se accedía a la Alameda Cruceiro gracias a unas pétreas escaleras que descendí una vez, rodando de uno en uno casi todos sus escalones, hasta dar con mis huesos en medio de la calle colándome, no sé cómo, por debajo de las ruedas de un camión que me pasó por encima. 

No dije nada en casa. Cuando me preguntaron en dónde me había hecho los moretones que alfombraban mi piel respondí que me había caído por el terraplén en el que teníamos colgada una cabaña. Coló. Me prohibieron jugar más a indios y vaqueros. En esas aventuras eran en las que nos entreteníamos.

En ocasiones llovía tanto que el agua resultante de aquellos inmensos chaparrones bajaba hacia el Puente Viejo ocupando toda la calzada e incluso invadiendo las aceras. Yo contemplaba el río así formado, desde las puertas del balcón de la casa de mi abuela, mientras me hacía todas las preguntas correspondientes a la pequeña edad que entonces disfrutaba.

En una de aquellas lluvias torrenciales, el Barbaña se salió de madre y se llevó no sé cuántas vidas. Debía tener yo doce o trece años y no estaba en Ourense sino en Pontevedra, en casa de mis padres, pasando las vacaciones de Navidad. Debía tener doce o trece años, de forma que es posible que recuerde el número de víctimas confundiéndolo con el de mis años de entonces. Siempre pensé que trece, pero a lo mejor fueron más.

Me había impresionado mucho, como si nada hubiese debido suceder mientras yo estaba lejos; así que al regreso, llegados los domingos, cuando me dejaban salir a comer en casa de mi abuela, me asomaba continuamente a las ventanas de la galería de atrás de su casa, intentando adivinar en el curso de las aguas del Barbaña las razones de aquella su disparatada y asesina aventura. Nunca lo conseguí, los niños de otrora madurábamos mucho más despacio de lo que lo hacen los que hoy son niños. Ignoro si eso es mejor o peor, sólo sé que es distinto y distintos son los niños de cómo éramos nosotros.

Creo recordar que la Casa de Baños -¿La Moderna, se llamaba?- que estaba al lado del Barbaña, al otro lado del puente que llevaba desde la alameda del Concejo, así llamada entonces, a la hoy abandonada cárcel y después de pasar por delante del colegio de las Josefinas y del Sanatorio del padre de Fidel Valcárcel, en un nivel algo más bajo que el de la Plaza de Abastos, cercana a un lavadero público alimentado con el agua caliente de las Burgas, un lujo que se me antojaba excepcional y único, la Casa de Baños, les decía, allí estaba y también resultó perjudicada por la riada de aquello que llamábamos río con cierta reticencia cada vez que lo comparábamos con el Miño.

También por aquel entonces se rompió la presa del embalse de Ribadelago, allá en Sanabria. Recuerdo ver en las páginas de La Región una fotografía del Padre Silva a bordo de una barca impartiéndole bendiciones a los cadáveres de los ahogados hacia ya unas cuántas horas y la Extremaunción a cuántos de entre ellos eran puestos a su alcance. También recuerdo un chiste soez que publicó La Codorniz, “La revista más audaz para el lector más inteligente”, rezaba que “fueron las hormiguitas a bañarse y el hormigones corrió”. La caridad del cura circense afectó no poco a mis creencias –por aquello de que el Juicio Final se celebraba según el alma abandonaba el cuerpo- y el “chiste” o la ocurrencia codornicesca a mi sentido del humor, más negro todavía desde entonces. 

Disimúlenme este inacabado exordio, estaba harto de escribirles de política; pero, si no hay más remedio, algo tendremos que decir a cuenta de las riadas, que en gallego decimos “enchentes”, que se han desbocado últimamente hasta dar en ese que anuncian lago plácido de la política abstencionista y serenada en una legislatura que tardó en nacer más de lo que dura el parto de una burra y que a mi se me antoja que va a tener más marejadas que el más grande de los grandes lagos interiores.

“Enchente” abstencionista; sí, señor. Hartos, ahítos que nos tiene la política de los profesionales de ella, seres endiosados en si mismos, los más de ellos, atentos a sus nómimas, más que a sus buenos nombres; pragmáticos les llaman, cuando solo son pancistas; gente serena y consciente, se piensan, y solo saben agitar las aguas haciéndolas más turbulentas para que pesquen en ellas los que puedan, al grito de ¡podemos!, y continúen ellos mismos empujando al monstruo del lago Ness a seguir asomando el hocico que mete miedo y asusta niños.

¿Cómo hemos llegado a sentir tanto temor ante unas terceras elecciones, si votar es lo propio de los electores? ¿Cuánto creemos que vamos a tardar en estar en situación de afrontar otras nuevas?

¡Qué espectáculo, señores! No votaron los comités, entendido sea el término en su más feudal acepción, que temían sentir temblar sus codornicescos tronos de pequeños reyes sin mostachos; lo hicieron por ellos otros a los que no habrá ciudadanos que se los muevan o al menos intenten meneárselos. El mundo está cambiando, pero sigue lloviendo sobre mojado, de modo que ya empiezan a despreocuparnos las riadas, así que ¡que chova! Pero debiéramos preocuparnos.

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