Opinión

La sirena de Malingre

Entonces, la sirena de la fundición de los Malingre, marcaba el ritmo de la ciudad señoreada por la niebla; al menos, para la gente que vivía en las riberas del Barbaña. De este lado, la calle del Progreso, que se alargaba desde el Puente Viejo y la iglesia de los Salesianos, la que había diseñado el Padre Saborido, que era arquitecto pero que debía serlo poco, hasta más allá de los Jardines del Posío, hasta Mariñamansa, y casi estoy por jurar que hasta la Finca Sevilla. 

Del otro lado, el Couto, la iglesia de Doña Angelita, marquesa de no me acuerdo qué, de la que se decía (si bien recuerdo, sino olvídenlo y perdonen) que tenía amores con un cura poeta amigo de los pájaros y las veletas. Bueno y el estadio de Club Deportivo Orense, en el que entonces jugaban Gato y Bolita y había jugado Alberto Conde Aldemira, pero yo no llegué a verlo y hablo de oídas, de oídas familiares, claro, de forma que siempre lo consideré un fenómeno. Seguro que lo fue.

¡Ah, la sirena de los Malingre! Mi tío Alfredo Cid Rumbao, que también escribió en este periódico, afirmaba que habían sido ellos quienes habían incorporado a nuestro imaginario colectivo el pote gallego. Según él, ese pote que ahora se encamina hacia el olvido, antes de ser gallego había sido belga y los Malingre, al parecer de ese mismo origen, quienes lo habían importado para que se convirtiese en un símbolo durante casi un siglo.

En aquellos años viví largas temporadas en casa de mi abuela. ¿Largas temporadas? ¡A veces cursos enteros e interminables! Su casa estaba en la calle del Progreso, enfrente mismo de las escaleras que llevaban a la Alameda del Crucero y a la Academia Bóveda, la casa de Taboada Chivite y, un poco más allá, el chalé de los Riestra, enfrente mismo de donde está hoy la Delegación de Educación. Un poco más arriba estaba el campo de los Maristas que había de acoger el edificio de no sé ahora si de la seguridad social de Girón de Velasco, el León de Fuengirola, si del 18 de julio si de qué, pero de algo propio del régimen entonces imperante, que tenía enfrente el gobierno civil mientras este tenía detrás de él al Club de Tennis. Entonces se decía tennis.

Enfrente de la terraza del chalet de los Riestra, su hijo Javier era mi amigo, estaba el cine Airiños; es decir, un cine al aire libre que, en época adecuada, nos ofrecía su pantalla totalmente de forma gratuita mientras merendábamos sentados en cómodas butacas. En otras épocas era cancha de baloncesto, acogía combates de boxeo e incluso bailes y verbenas si la autoridad las autorizaba. ¡Ah, qué tiempos!

Lo que cuenta Torrente Ballester en una de sus novelas acerca del entierro de una profesional ejerciente en la Rúa do Vilar a la que se le negó tierra sagrada para yacer en su sepultura se trató de un hecho real. A las tres de la mañana una multitud empapada por la lluvia, después de haber desfilado procesionalmente durante horas por las calles orensanas sin saber a dónde ir se plantó delante del palacio obispal clamando “Terra prá muller difunta!”. Ese Orense ya no lo conocí yo. Yo viví el del obispo Temiño Saiz que declaró el baile pecado mortal de forma que los de Ribadavia se iban a bailar al Hotel Rebeca, en A Cañiza, porque allí era otra diócesis y no estaba así penado y en la ciudad, una sobrina del entonces secretario general del gobierno civil, cada vez que se iba a confesar y era requerida de que lo hiciese de haber ido a danzar desvergonzadamente respondía que sí, que había ido, pero que ella era de la diócesis de Astorga y allí no era pecado, con lo que el cura no decía nada y la absolvía sin mayor problema.

Nunca supe si la sirena de los Malingre se oía en casa de los Riestra o en la de los Muñiz y Tabarés, ya en la calle del Paseo. El otro día coincidí en Madrid con Miguel Muñiz y no se me ocurrió preguntárselo. Al referirme a esas casas, quiero hacerlo a la parte alta de la ciudad, aquella en donde la niebla siempre fue menos espesa, porque en la casa de al lado de la de mi abuela, en la de los Vázquez-Monxardín -con los que yo hablaba de balcón a balcón, sin que a mi abuela le entusiasmase mucho -eran galleguistas, como lo era mi padre- sí que se oía y se escuchaba; es decir, se atendía.

Entonces, cuando me encontré con Miguel Muñiz, no sabía yo que iba a escribir estos artículos llenos de ese viento del recuerdo del que afirmamos, hace una semana, que acariciaba el alma, quizá un poco precipitadamente. En ocasiones el viento del recuerdo atenaza o acatarra, empuja y te desplaza, dejándote inerme y desangelado. A mi me sucede, por ejemplo, si me lleva a las viejas aulas de los Salesianos, a aquellos amigos de entonces, cuyos nombres no recuerdo, que venían a clase desde la Finca Sevilla en un coche al que se empeñaban que subiese para recorrer en él los ciento y pocos metros que separaban la casa de mi abuela de la entrada del colegio. Eran unas mañanas frías, húmedas y neblinosas. La verdad es que se iba bien dentro del coche, allá, al otro lado de la niebla, la sirena de Malingre.

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