Opinión

Tiempos que van y vienen

Hace muchos años, casi sesenta, llegaban estos días abril habitados por una luz que prolongaba en atardeceres luminosos. Eran los mismos días de ahora, pero sin que los antecediesen esos días cortantes y fríos de febrero, que ahora se nos ofrecen teñidos de la luz de las mimosas que entonces apenas existían.

Llegaban estos días y el mundo cambiaba para ser el mismo, como siempre hizo. En el campo de las Mercedes en el bajo de la esquina de la casa de Manolo Prego, del pintor Manolo Prego, que no sé si los ourensanos tienen lo suficientemente celebrado, había un taller de alquiler de bicicletas. 

Cuando los sábados nos daban suelta a los que éramos alumnos internos, yo solía abandonar la plaza montado ya en una de ellas y raramente lo hacía acompañado porque al advertir que pensaba ir hasta O Carballíño la gente solía adquirir cierto desánimo yh dejarme solo en mis afanes. Así que me iba solo. Hice lo mismo durante bastantes sábados de mi adolescencia.

Llegaba a orillas del Arenteiro como es de suponer y nada más agradable que un baño en las aguas frías, antes de regresar, ya cuesta abajo, cantando alegre hasta el Barbantiño antes de emprender la subida a Outes y de nuevo la bajada hasta llegar a Ourense.

No sé porque les estoy contando esto, quizá porque me invade la nostalgia de un tiempo en el que la vida se celebraba con otros modos, ni mejores ni peores que los que están en boga en la actualidad, sino que eran simplemente distintos y sujetos a otros ritmos. 

Inútil es el advertirles que pedaleaba vestido con el uniforme del colegio, nada de chándales ni de zapatillas de deporte, algo de los que se podría decir que desconocíamos su existencia, que me bañaba no solo en soledad sino también en pelotas, y que era un inconsciente de los de manual de Arthur Gessell, pero tan feliz, tan feliz… que reventaba. 

Aun llegaba a Ourense con tiempo suficiente para dar una vuelta por la calle del paseo en compañía de mi amigo Alfonso, que era de Maside, se parecía a James Dean y atraía mucho las miradas y las sonrisas de las niñas que yo siempre pretendía encauzar en dirección propia sin mayores ni más esperanzadores resultados.

En ocasiones, disponiendo de menos tiempo, me iba por la carretera camino de un Allariz al que nunca me atrevía a llegar por razones que entonces eran obvias y hoy ya no lo son en absoluto pero que tampoco importan. Solía quedar antes de Taboadela, por Mesón de Calvos, en donde Barbaña cruzaba por debajo de un puente, pequeño y se diría de él que pasase desapercibido, en cuyo potril apoyaba la bicicleta antes de bajar hasta la breve orilla y darme el chapuzón en una poza que el río formaba en el recodo inmediato al puente,

Una vez, al subir, vi como se detenía un coche y bajaba de él un alaricano, amigo de mis padres, que vivía también Pontevedra, Luciano Camba se llamaba. Imagínense la conversación. No sé si alguna vez se lo dijeron a mis padres porque ellos nunca me comentaron nada. Pero yo no volvía a alquilar ninguna bicicleta. Se había vuelto peligroso.
Entonces optamos por el Miño, ya les he hablado de eso. He hablado mucho de aquellas bajadas montados sobre la espuma plateada y trepidante de los cachones, hoy inexistentes, de cómo salvar la succión letal y obscena de los remolinos que todos los años se cobraban vidas sin que a nadie, o a casi nadie le sirviese de algo la experiencia ajena.

Así transcurrían la adolescencia e incluso la juventud hace casi sesenta años. No sabías lo que era un chándal, corrías los cuatro ciento metros lisos en las pistas del estadium del Couto calzado con botines de baloncesto, a los que de aquella se les llamaba baskines, y solías hacerlos después de haberte fumado un pitillo y antes de ir a hacer la ruta de los doscientos metros litros en los bares de los alrededores de la catedral por dónde hoy todavía siguen, pero ya son otros.
Sé que estas páginas de evocación del tiempo ido solo interesas, si algo lo hacen, a los abuelos y abuelas de mi edad y en absoluto a la de nuestros nietos. ¡Qué le vamos a hacer! A la edad que hoy tienen estos nosotros leíamos a Baroja o a Ramón y Cajal escribiendo sus memorias con un afán propio de aquellos años, que hoy también supongo desaparecido en combate; algo que no sé si es para bien o para mal, pero constato distinto, aunque no definitivo, pues los tiempos van y vienen a capricho e instancias de ellos mismos.

Recuerdo la opinión que le merecía a Ramón y Cajal la moda del sinsombrerismo y las barbas rasuradas. No tenía nada que ver con la vigente entonces. Pasados unos cuantos años, la primera vez que me dejé crecer la barba, mi padre tuvo algo que decirme. Fíjense cómo eran aquellos días que mi padre tuvo que decirme: “Coño, neno! No hospital métense comigo porque din se o meu fillo é hippy ou do Opus”. Imagínense, barbao y del Opus. Mal imaginaba yo que habría de ser el primer marinerito de la Armada que hizo el servicio militar siendo barbudo. Pero entonces tenía ya veinticinco años, agotadas las prórrogas pertinentes y, al parecer, una importante capacidad de convencer a quien estaba por encima de mi, casi todo el mundo en aquel barco, para que me permitiese lucir la barba entonces en todo su esplendor.

¡Ah, qué tiempos! Entonces solo se tatuaban los legionarios y algunas que otras personas cuyas profesiones omitiré para que nadie establezca paralelismos de ningún tipo, siempre oprobiosos e innecesarios. Nadie lucía un piercing atravesándole un pezón, colgándole del ombligo o de salva sea la parte y los aros pendiendo del lóbulo de una oreja eran cosa exclusiva de aquellos que habían doblado alguno de los tres cabos, ya saben, el de Buena Esperanza… el de las Tormentas…
El mundo ha cambiado, camino de no sé dónde, siguiendo su destino. Quizá se acabe cuando ya no cuente más que con grandes ciudades llenas de gentes sumisas y asombradas y hayan desaparecido los pequeños espacios y la gente dado vueltas por la calle del Paseo. Pero yo ya no estaré para verlo. No me doy pena ninguna.

Te puede interesar