Opinión

Las tijeras de mi abuela

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Creo que nunca llegué a ver transcurrir un verano sin salir de Ourense. Terminado el curso escolar y como a más tardar, estando junio ya mediado, solía conseguir que mi abuela autorizase mi partida. Dicho de modo más vulgar, que aflojase la mosca. Cuando lo hacía podía hacer la maleta y acercarme con ella en la mano hasta la esquina que todavía hace la calle del Progreso con la de Ervedelo, la que llevaba hasta el Estadio del Couto, entonces José Antonio. Allí era en donde tenía su parada El Auto Industrial. Una vez llegado, adquiría un billete, preguntaba si Julio era el conductor –había “hecho la guerra” con un hermano de mi padre- y si era así sabía que tenía asegurado el asiento situado a la derecha del conductor y contaba, por lo tanto, con menos posibilidades de marearme que si me tenía que sentar en cualquier otro posterior a él.

Estas cosas pueden antojársele nimiedades a los lectores actuales, no a los viejos de mi edad. Ahora ya casi nadie se marea. Ni siquiera en los aviones. Incluso los perros apenas lo hacen; en cambio, no sabemos si las gallinas siguen con la manía de meterse debajo de las ruedas de los coches, como solían hacer antes, porque tan pronto como parecían haber aprendido a no echar a correr en dirección a ellas, -lo hacían nada más oír el ruido de un motor- fueron confinadas en largas naves industriales en las que ahora permanecen olvidadas ya de aquellas extrañas y locas carreras de entonces. Una pena.

Ahora tampoco los niños viajan solos. Si van en avión los acompaña una azafata sonriente y, si ya se hicieron mayores y son viejos como yo y piden una silla de ruedas, se la empuja un señor que no es del país, pero que es atento y sonriente casi siempre, y lo transporta así, por las largas distancias aeroportuarias, hasta que lo enlata en el fuselaje del avión, dice adiós muy buenas y si te he visto no me acuerdo.

La vida ha cambiado mucho. El caso es que viajé solo de Ourense a Pontevedra, de Pontevedra a Ourense, desde antes de hacer el ingreso en el colegio de los salesianos; es decir, desde antes de haber cumplido los diez años. Una vez que lo hice, una vez que ingresé en el bachillerato ya me fue permitido viajar en el tren, haciendo transbordo en Redondela. Allí llegado, entretenía la inevitable espera –entonces siempre había que preguntar a qué hora llegaba el tren; por ejemplo: ¿a qué hora llega el tren de las 4?- comiéndome unos fritos de sesos en el cantina de la estación y sintiéndome un tipo mayor e independiente ante la mirada algo sarcástica de la señora que atendía la barra de la cafetería a cualquier hora del día. Excuso recordar la que puso cuando me vio encender un “Celtas” de aquellos sin boquilla. Entonces aún vestía yo pantalón corto.

Porque esa era otra. Vestías pantalón corto hasta después de tener ya pelos en las piernas; esos mismos pelos que la edad va haciendo desaparecer cuando ya estás entrado en esta cabrona que se denomina “la tercera”, quizás porque al llegar ella va la vencida, que más bien es la definitiva y tal día hará un año y, si te lloré, ya no me acuerdo.

Una vez me hizo un traje un sastre de Allariz y cuando me preguntó si el pantalón sería corto o largo le respondí que largo. Cuando lo terminó lo envió a casa de mi abuela en el autobús del Villalón. Mi abuela me ordenó que lo probase y cuando comprobó la longitud de las perneras me conminó a quitarlo de inmediato. Entretanto y yo me desvestía de mis tan deseados pantalones largos, fue a por unas tijeras. Regresó con ellas y las recortó delante de mis propias narices. Uno está lleno de traumas infantiles. Este episodio de los pantalones, si lo recuerdo bien, se me ofrece como una castración en toda regla. Entonces yo ya tenía muchos pelos en las piernas.

Evocar recuerdos es como deslizarse por el tobogán de un parque acuático. Te dejas ir sobre el agua de las emociones ya vividas y sales como refrescado y más feliz, ligero y liberado, incluso contento, después de haber hecho tanto el tonto. Te dejas ir llevado de esos recuerdos que crees que son un montón de ellos y al final resulta que siempre son los mismos, tres o cuatro. Unos, bajo la sombra de tu abuela en el caso de los ourensanos; otros, bajo la de tu abuelo en el de los alaricanos; de modo que los mueles y vuelves a moler, una vez y otra, hasta que consigues triturarlos. Llegado a ese punto te sientes vacío e incomodo, incompleto; por eso vuelves a recuperarlos.

El caso es que nunca pasé un mes de julio, ni de agosto, en Ourense; de junio y de septiembre sí; pero supongo que en ellos el calor asfixiante sería mucho menor. Los veranos eran la certeza de la casa de mis padres; olvidada ya la soledad de la casa de mi abuela o la compartida en el internado del campo de las Mercedes que entonces se decía también del parque de bomberos. A veces me da en pensar que soy como soy debido a todo eso pero, por si fuera cierto, olvídenlo.

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