Opinión

Ella no quería volver

Elia no quería volver a su Carrizo de la Ribera, a orillas del ruidoso Órbigo, a un paso del vetusto Hospital de Órbigo, ruta señalada del Camino de Santiago, a un lado de Astorga, y no lejos de León. En lapidaria escritura se narra sobre su puente el famoso hecho del ‘Passo honroso’ de Suero de Quiñones, quien se enfrentó lanza en ristre, en estrecha lid, como prueba del amor a su dama. Clara prefigura quijotesca (Suero de Quiñones), que allá por el siglo XV labró fama, gloria y heroísmo, y figura como insigne personaje en las crónicas del rey Juan II de Castilla. Elia tampoco quería volver a León, donde había hecho su bachillerato, ni a Valladolid, donde se había licenciado en Filología hispánica y en teoría de la traducción. No quería volver. Punto. Ni querían volver los seis estudiantes de postgrado que, procedentes unos de la Universidad de Valladolid, otros de la de Zaragoza, habían aterrizado en la Universidad de Kentucky, EEUU, con unas pingües becas para seguir los seminarios de postgrado y terminar sus carreras como doctores con vistas a un puesto académico. Elia traía con ella mucho resentimiento: falta de oportunidades, escasez de recursos, desgana y desánimo, política banalizada, dependencia familiar, carencia de apoyo institucional. A cambio de su beca, Elia tenía a su cargo dos cursos básicos de español para principiantes; seguía tres seminarios de doctorado, formaba parte de un comité de evaluación básica, y andaba a tope, nerviosa, siempre a la carrera, ahogada de trabajo y de ensayos de fin de semestre que debía entregar, sin demora, en la fecha señalada por el profesor de turno.


Le dolía la ausencia lejana de su familia, del entorno de sus amigas y amigos, de los bullangueros fines de semana, de la terraza, la patata frita, la cerveza, el ir de vinos. Nada igual; muy lejos de ello en el Lexington de Kentucky, en donde cada vecino vive sumido en el interior de su casa, lejos del bullicio callejero al caer de la tarde alrededor del barrio de su lejana universidad. Era el precio que tenía que pagar. Lo era la dura soledad, la vida austera de estudiante (ya con veinticuatro años), los largos fines de semana de estudio, trabajo, y de ejercicios de lengua que corregir.


Elia no quería volver. Se declaraba apolítica pero, sin embargo, despotricaba contra la mediocridad de ciertas figuras políticas, la corrupción, el ninguneo, el descalificativo, la habitual ordinariez. Y le hería sobremanera la falta de cohesión en la política académica universitaria, saltando con inusitada frecuencia de un sistema a otro, sin continuidad o coherencia, al compás del aire político que imponía el Poder. La universidad norteamericana, pública o privada, es autónoma, independiente. Es el claustro de sus profesores quienes, al frente de un preboste o decano, formula iniciativas, crea nuevos programas, establece la política de ascensos y salarios y, sobre todo, propone y establece nuevas áreas de investigación, en un afán de ir a la cabeza. Y hacen frente a la competitividad, tanto académica como deportiva, o institucional. Nin gún cargo político y, menos, ningún partido se entremete en su organización o impone prioridades o políticas a seguir. Porque nadie mejor que sus propios docentes saben de su intrincada organización, de sus fallas, de sus necesidades y de sus metas y anhelos.


Explica el que más de cien mil estudiantes extranjeros se matriculen al año en universidades norteamericanas, pagando las altas tasas de sus matrículas. Algunas rondan los cincuenta mil dólares al año. La gran mayoría proceden de China, India y Corea del Sur. La presencia de italianos, alemanes y franceses, es no menos destacable en cursos avanzados de postgrado y de doctorado.


Elia se encontraba acogida, bien mirada por sus profesores y se sentía integrada como parte docente del departamento. Su inglés era perfecto, sin apenas acento, fluido, lo que la hacía sentirse como en casa. Tal vez en Elia yo vi mi lejana historia, aunque de manera distinta: años del franquismo, magisterio desprestigiado, analfabetismo, emigración masiva al centro de Europa, y miles de inteligencias estancadas. Todo un capital humano a la deriva. Sin embargo, pese al cambio radical, al europeísmo de España, a su excelente calidad de vida, a su política de bienestar, su magnífica sanidad, Elia no quería volver. Ni el resto de los españoles que pululaban por el departamento. Se sentían ya descolgados para siempre de su ‘Alma Mater’. La nueva los acogía con especial protección.


(*) Parada de Sil

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