Opinión

Idos se han los quincalleiros

Juguetes, peines, peinetas, jabón de La Toja, agujas, carretes, hilos de variados colores, anillos de alquimia, pendientes, botones, broches, brochas de afeitar, cuchillos y cuchillas, mecheros, piedras para saltar su chispa, frascos de aguada colonia, coloretes, barras de labios, navajas y maquinillas de afeitar, dedales, tijeras, espejitos de nácar, eran parte de las fruslerías que contenían, colocadas en intrincadas dependencias, unas sobre otras, el pesado cajón de madera que, sobre un hombro, y pendiendo de una ancha correa, portaba el quincallero. Alzaba la aldaba de las puertas y, con obvio acento de la Ribeira Sacra (Vilouxe, Cerrada, Nogueira de Ramuín, Esgos, Pardeconde, Luintra, Xunqueira de Espadañedo), exponía ante la rústica castellana su mundo de mágicos objetos; sus variados cachivaches. Todo un ajuar de lo mínimo, ambulante, vistoso, entretenido, novelesco. Abierto el pesado cajón, se organizaba y se desorganizaba su interior, a modo de pequeños compartimentos que descendían, en un mágico número de siete, hasta el más amplio situado en su fondo. Servía a modo de recogido almacén, microcosmos del amplio espacio de fruslerías que viajaba sobre los hombros, un nuevo Sísifo cargando la penuria de tu tierra. Agotadas las chucherías de los primeros compartimentos, se abastecían con el situado en el fondo del pesado cajón. Vestía alargado guardapolvos gris o un batón o sobrepelliz que pendía por debajo de la rodilla, suelto, boina o visera en cuadros, pesados zuecos y un arrugado pantalón de pana, color plátano oscuro. Vendedor ambulante, el quincallero describía sus objetos con viveza, contaba historias trágicas, facecias imaginadas, ocurrencias, y entreteniendo con su parola, a guisa de tosco Orfeo, encandilaba a las curiosas mujeres para que entraran en las dependencias de sus mágicas posesiones.


El quincallero procedía de la Ribeira Sacra. Sutil, enérgico, locuaz, contaba a las erguidas labradoras castellanas historias de amoríos perdidos, o encontrados y, con el hilo de su mágica parlería, excitaba la imaginación y movía al examen curioso de su mercancías promoviendo la venta. Detrás de cada objeto asociaba una intrigante historia. Quincallero de pequeños objetos era no menos de las más frescas habladurías que iba divulgando de puerta en puerta. Hecho el corro entorno al vetusto cajón, la audiencia le seguía, en su acentuado castrapo, la descripción detallada de su mercancía, atractivas unas, sugerentes otras, picantes algunas (polvos para incitar el deseo amoroso). Lo asociaba así con los mágicos polvos de la vieja Celestina, que incitaban al amor y enfurecían el ardiente deseo de la carne. La astuta bruja celebró en agitado trote los rabiosos amores de Calixto hacia Melibea, plasmados en esa gran obra maestra (La Celestina) que lleva su nombre y que consagró Fernando de Rojas, de origen converso, oriundo de la Puebla de Montalbán, en los albores del siglo XVI. Creó todo un género literario que se repitió en la figura de Fabia, personaje clave en el drama de ‘El caballero de Olmedo’ de Lope, y con el final eslabón de ‘La Dorotea’, del autor madrileño.


De Pardeconde, a un lado de Esgos, era el quincallero que yo conocí. De voz meliflua, un tanto mujeril, anunciaba en subido tono (¡cuchillos navajas, tijeras, / polvaredas de nácar, / polvos para casadas y solteras!). Hábil, buen parlanchín, regresaba a la aldea con la caída de la castaña, alicaído de hombros, para de nuevo, llegada la primavera, en pleno mes de mayo, recorrer los caminos ya andados, visitando una vez más a sus clientas. Se movía con el arcaico ritmo de las estaciones.


Algunos, me cuentan, hicieron fortuna. Del cajón sobre el hombro pasaron a las mercancías trasportadas en moto; al Fiat Seiscientos, a la furgoneta y finalmente, ya situados en un bulliciosa plaza, a la pequeña joyería que, en algunos casos, se duplicó en sucursales, en inversiones de pisos para alquilar, en comercialización sedentaria. El quincallero, como otros muchos vendedores ambulantes procedentes de la Ribeira Sacra (afiladores, jamoneros, paragüeros, pineireiros, cerralleiros) fueron imagen viva, social, y metáfora de un pasado agrario, empobrecido, que no se volverá a repetir.


(*) Parada de Sil

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