Opinión

LA MEMORIA PERDIDA: DE APODOS O MOTES

Por ejemplo, el sistema de apodos de la ciudad andaluza raramente reconoce a un forastero por otra identidad que no sea la de su lugar de origen. Tan solo de modo excepcional, y después de muchos años, adquirirá un sobrenombre que lo define como un individuo, es decir, como miembro de una comunidad. Es el lugar del nacimiento lo que define la naturaleza esencial del individuo. Un forastero nunca puede ser totalmente incorporado, afirma el hispanista y antropólogo de la Universidad de Chicago, J. Pitt-Rivers en The People of the Sierra (1954). Pasó varios años conviviendo con una pequeña población (Grazalema) ubicada en la Sierra de Cádiz. Escribía de cómo el apodo asignado ya por varias generaciones adquiere una arraigada identidad, una pertenencia de ser lo que se es y de un estado social. El apodo anula el nombre propio. Invierte la identidad. Es a modo de humillante ninguneo: enmascara, de modo burlesco y humorístico, el nombre concedido en la pila bautismal.


La convención ya es clásica. A un rey leonés, cargado de peso, barrigón y mofletudo, se le apodo con el latinismo de Craso, es decir, Gordo (Sancho I de León). A otro, se le reconoció su disfunción eréctil con el apodo de El Impotente. Se trata de Enrique IV de Castilla, hijo de Juan II, hermano de Isabel la Católica. Fue no menos famoso por el affair que su valido y consejero tuvo (vox populi) con la reina cuya hija llegó a ser conocida por el apodo de La Beltraneja. Se asumió que su padre no era el rey sino su ministro, don Beltrán de la Cueva. A otro rey de la casa de Austria, medio atolondrado, se le tildó de El Hechizado; a Felipe II, de Prudente, a Alfonso X, de Sabio, y a una Juana se la conoció como La Loca. A su esbelto marido, fallecido en plena juventud, El Hermoso. Detrás de cada apodo se esconde a veces una historia, a veces truculenta (Pedro I, el Cruel), ridícula, trágica y hasta pintoresca. Los apodos o motes forman parte del discurso de la onomástica, con fronteras comunes con la literatura, el folklore, el mito y la toponimia. Definió su función social el lingüísta y filósofo Ludwig Wittgenstain en las observaciones escritas sobre The Golden Bough (La rama dorada), el gran libro del famoso antropólogo escocés James G. Frazer.


Es común el uso del apodo entre cantadores de flamenco (Juan Breva) y no menos entre toreros: Curro (Francisco Romero), Litri (Miguel Báez). Entre pintores (El Españoleto, El Greco) y entre famosos escritores caracterizados por un defecto físico: El Manco de Lepanto (Cervantes), o por su producción: el Fénix de los Ingenios (Lope de Vega). Bordean algunos motes la risa, la carcajada y el humor. Teresa Sancha, la esposa de Sancho, el inmortal personaje de Don Quijote, llegado a gobernador de una isla imaginaria (la Isla Barataria), desea casar a su hija Sanchica con un tal Lope Tocho, hijo de uno de los vecinos de los Panza. Tocho es un obvio sinónimo de inculto, tonto o necio. Así reza el texto de marras: 'Traed vos dinero, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo; que ahí esta Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la muchacha' (Don Quijote, II, 5).


Abundaban los apodos en muchas aldeas de la Ribeira Sacra. Algunos asociados con los oficios (cesteiro, plateiro, chocolateiro); otros con algún defecto físico (miraceos, mil ollos, pernas tortas), y a veces rayando lo tétrico o macabro (O morto), y lo irreverente: Barrabás. El de oficio desganado (cachafeiro), el buen parlanchín (louro), el espabilado y emprendedor (furafollas) y hasta mágico o simbólico (O tres).


¿Qué movía a la imaginación popular el diferenciar a unas familias con un apodo, a veces irreverente o insultante? Formaba parte de la identidad oral, más reconocida que la del nombre o apellido, una forma de segregación social. Afincaba en la mentalidad popular quien era uno, asignando una no-clase, carente de rango social. El nombre precedido de un don rara vez se identificaba con un apodo, al contrario del sin don. La variopinta variedad de apodos forma parte de la antropología rural, económica y social de la Ribeira sacra: caciquismo, poder eclesiástico, labriego humillado: el don nadie. Ya Baltasar Gracián calificó en su Agudeza y arte de ingenio que los apodos eran sutiles relámpagos del ingenio. Pero algo más: imágenes imborrables de un lejano ninguneo socio-cultural.


(Parada de Sil)

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