Opinión

LOS MONJES BENEDICTINOS DE WESTON, VERTMONT

Eran catorce. En lo alto de la montaña eran catorce monjes benedictinos. Sus holgados hábitos blancos, sus capuchas dobladas sobre la espalda, sus alargadas mangas, sus sandalias, sus profundas miradas, su espiritualidad y contagiosa devoción. La mayoría pasaba de los cincuenta años. Altos, robustos, huesudos. Sus voces bien entonadas, al son de tres guitarras que acompañaban la melodía de los himnos. El lugar de la congregación de los fieles, que habían llegado desde la cercana Canadá, y los estados vecinos a Vertmont: Connecticut, Massachussetts, el norte del gran estado de Nueva York, contiguo al de Vermont (al Este de Estados Unidos), en algunos casos después de tres hora conduciendo, era un antiguo establo, amplio, que había sido renovado para acoger a los cientos de feligreses que todos los domingos se reunían en el alto de la montaña. La bóveda, a modo de la alta techumbre de una catedral (cathedral cealing), sostenida por robustas columnas de fornida madera, otorgaba una rústica y carismática espiritualidad. El centro de la misa era la consagración y la eucaristía. Fragmentos de pan y vino consagrados. Todos los asistentes recibieron la comunión. Subían de quinientos, mayores, jóvenes, y parejas de mediana edad.


Verde alrededor. Un césped, que a modo de suave alfombra, minuciosamente cuidado, se extiende alrededor de los dominios de los monjes benedictinos. Y al lado un pequeño lago, con refulgentes aguas transparentes, bordeado de suaves y mimosos sauces. A lo lejos, en los picos que bordean las altas montañas, abetos, pinos, robles, abedules, y grandiosos arces, cuya sabia, llegado el otoño, se convierte en un dulce y acaramelado sirope (maple syrup).


Ya el romántico François-René de Chateaubriand había descrito en Atala al igual que en René, en los primeros años del siglo XIX, la fastuosa naturaleza de la América del Norte. Y años después, de nuevo, en Voyage en Amérique. el poeta cubano José María Heredia, en pleno romanticismo, evocó en su poema 'Niágora', incluido en poemas dedicados a la naturaleza, el agua torrencial en precipitada caída: '¡Asombroso torrente! / ¡Cómo tu vista el ánimo enajena, / y de terror y admiración me llena!'. Se realzan los grandes espacios, los tupidos bosques, las grandes distancias, la potente fuerza de la naturaleza.


El asentamiento benedictino conocido como Weston Priory (Priorato de Weston), no tiene la categoría, dada su pequeña dimensión, de los monasterios medievales de dicha orden. Fundado por el abad Leo Rudloff, procedente de la abadía Dormition, situada en Jerusalén, el priorato rompió con las viejas normas monacales. La presencia activa y visual de los feligreses, el abandono de la inclaustración, la celebración de la liturgia como el acto central, la anulación de la diferencia entre sacerdote y hermano, limitando el número de sacerdotes necesarios para la comunidad, su pequeño tamaño y su apertura y hospitalidad, tal como era en los primeros siglos de la vida monacal, son las nuevas reglas que han hecho tan popular la presencia de estos monjes en el alto de la montaña, en Weston. Rompen con la vieja vida monacal. Accesibles, directos, mezclados entre los fieles.


La liturgia de la eucaristía es previamente celebrada con himnos, siguiendo las pautas del canto gregoriano, al compás de tres guitarras y de toda la comunidad (monjes y fieles) repitiendo al unísono el estribillo. No porque el canto hace a uno feliz, sino porque es una forma de expresar una manera de ser en la vida. El hermano benedictino, alto, fornido moreno, de padre vasco y madre portuguesa, nacido en París y criado en Brasil, con impecable inglés, si bien con leve acento, camino de los sesenta años, me habló brevemente del lejano monasterio de Samos, que había visitado hacía un par de años. Llevaba ya veinte en lo alto de la montaña, en Vermont.


Hacía años que yo no había sentido vibrar la fuerza espiritual de la oración en comunidad, al unísono, formando un círculo, de la mano unos con otros, familiares y extraños. Y a unos monjes, ensimismados con sus cantos, carismáticos, Y a los fieles que los rodeaban, contagiados por el silencio, la reflexión, el vibrante don del Evangelio. Y el espiritual ensimismamiento de los benedictinos de Weston.


*Parada de Sil

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