Antonio Casado
Cumbre de la desunión europea
TRIBUNA
Efectivamente, para asombro de muchos, incluido el presidente de la República, lo era. “En su pueblo, don Basilio —le decía emocionado Alcalá-Zamora al cura de Beiro— solo se pueden hacer las cosas a lo grande. ¡Esto es apoteósico!”. Claro que era impresionante la imagen que presentaba la ciudad. Las calles estaban nutridas de público. Las fachadas del trayecto que recorría estaban engalanadas. Y tres arcos de triunfo, colocados estratégicamente para recibirlo, no le pasaron desapercibidos a él ni a nadie. Por la belleza artística y, también, por las inscripciones que tenían, tanto el costeado por el Ayuntamiento que se ponía en la entrada de la avenida de Galán, como el que levantaba en Paz Novoa la Cámara de Comercio, e incluso el que erigía la Diputación en Progreso, merecieron todo tipo de elogios…
Pero la apoteosis se produjo en la Plaza de la Constitución. Millares de personas ovacionaban al presidente de la II República, mientras recorría a pie, acompañado de las autoridades y de su séquito, el trayecto desde el Ayuntamiento, por las calles de las Tiendas y Don Juan de Austria, hasta la entrada a la Catedral por la Puerta Norte…
Aun así, no nos engañemos. La visita que realizaba el presidente de la República a Galicia se había hecho esperar. Y no había sido fruto del azar. Sobre el viaje presidencial a estas tierras, siempre había sobrevolado la posible sospecha de que pudiese recibir un atentado. “El Socialista” incluso en esta ocasión lo consideraba un territorio hostil por la polarización ideológica que existía. No obstante, haciendo caso omiso de las advertencias, y eso sí, extremando las medidas de seguridad, el 8 de agosto, a las nueve y media, el presidente, en compañía del ministro de Instrucción Pública, Agricultura y Trabajo, hacía acto de presencia en la estación de Canedo.
Alcalá-Zamora era un político respetado en el escenario público. Había sido ministro en varias ocasiones durante la Restauración Borbónica, y, además, había criticado con severidad la dictadura de Primo de Rivera, que era lo que tocaba en este momento. Ambas cualidades, desde el Pacto de San Sebastián, lo postularon como el candidato idóneo para dirigir el tránsito, que se suponía traumático, del sistema monárquico al republicano. A nadie le sorprendió que, tan pronto como se proclamaba la República, asumiese la presidencia. Era elegido, primero de forma provisional, y, luego, en diciembre, con el aval de su recién creado partido, Derecha Liberal Republicana, era designado de manera oficial presidente de la II República. El nombramiento, como muchos habían presagiado, apaciguaba al sector conservador y consolidaba, como deseaban los antimonárquicos, el nuevo régimen.
Una vez más, había sido, en la ciudad, una jornada gloriosa; pero no más que otras
Enseguida realizó viajes por las capitales de provincia para validar la naciente República. A Galicia, sin embargo, no viajaba hasta 1934. Comenzaba la gira, aquí, en Ourense. El alcalde Antonio Álvarez Dopazo lo recibía. Y, después de pasar ante las tropas que le rendían honores, se dirigió en automóvil a la ciudad. Entraba por el Puente Nuevo, y, en el parque de San Lázaro, le daban la bienvenida las demás autoridades. Entretanto, el Orfeón, la Coral de Ruada y Os Enxebres, después de que la banda de Alongos interpretase el himno nacional, cantaban aires regionales. A continuación, se dirigió a la plaza de la Constitución. Allí lo recibían las bandas de música municipal y militar. “¡Esto es apoteósico!”, afirmaba con entusiasmo el presidente Alcalá-Zamora…
Una vez más, había sido, en la ciudad, una jornada gloriosa; pero no más que otras. El pueblo ourensano siempre se mostró hospitalario. Lo fue cuando lo visitó Alfonso XIII, o su tía la infanta Isabel; la mayoría, incluso la familia real, pensó que Ourense era monárquica. También lo había sido cuando Primo de Rivera, aclamado por la multitud, hacía la turné por la ciudad de las Burgas; el gobierno de la dictadura, presidido por el capitán general, sentía que los ourensanos no solo eran monárquicos sino primorriveristas. Y no podía ser menos… Ahora que quien honraba la ciudad era el presidente de la República, los aurieneses, vista la acogida que le daban a Niceto Alcalá-Zamora, parecía que, definitivamente, se declaraban republicanos; demócratas de abolengo.
Ni una cosa, ni otra. Lo cierto era que, en cada uno de aquellos eventos, el aparato de propaganda había puesto en marcha todo el talento; había utilizado todos los resortes que tenían a su alcance. Y, en esta ocasión, también. Como era costumbre, el alcalde hacía un llamamiento a la ciudadanía para que el fausto suceso generase entusiasmo entre la vecindad. Instaba a los conciudadanos, en especial, a los que vivían por las calles por las que transitaba el homenajeado, a mantener las vías limpias y los balcones engalanados con colgaduras, banderas y gallardetes. Al final, en un ambiente festivo y extraordinario, fuese por curiosidad o por ver la parafernalia ceremonial de los actos planificados, se suspendían temporalmente las rivalidades políticas, y el pueblo se echaba a la calle. Por supuesto que cada cual, luego, veía en ese gesto, lo que le interesaba ver… Y ahora tocaba percibir, en el grandioso recibimiento que le tributaba la capital a Niceto Alcalá-Zamora, un testimonio de adhesión tanto hacia su persona como hacia lo que representaba.
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