Opinión

Los Carou y O Carballiño - Manuel Fraga Carou

La feria se hacía frente al Ayuntamiento, en esa plaza escalonada de tres plantas que antes era de tierra. En el calendario de los 60 veo a mi abuelo Secundino y a mi tío Gelito colocando el puesto para vender las calderetas y otros enseres de hojalata que ellos mismos fabricaban. Detrás del edificio municipal, en el número 17 de la calle Caridad, hoy quizá el 20, tenían el taller, que estaba en la planta baja de la casa alquilada también para vivienda. La abuela Elisa daba pensión a las agüistas que venían al balneario durante el verano: tenía cinco camas disponibles que cobraba a razón de 10 pesetas la noche si traían sábanas, en caso contrario el precio subía a 15. 

En aquel hogar humilde y trabajador el calor aplastante hacía las tardes interminables. La casa en silencio por la siesta me permitía explorar escaleras arriba y mirar por una claraboya que solo daba al cielo, pero procurando que no crujieran las puertas y banzos de madera. Otra diversión era una habilidad de mi tío, capaz de meter ocho o diez moscas en la mano sin que se le escapase ninguna cada vez que la abría para coger otra y otra.

Ahora contemplo la Plaza Mayor rodeada de modernos bares y cafeterías que extienden sus terrazas por las calles aledañas con un magnífico ambiente. Galerías historiadas, ventanas en arco de medio punto y las tradicionales esterillas sobre los balcones dibujan sus perfiles, conservando la armonía y belleza del bullicioso espacio urbano. La foto de 1928 que me muestra mi tía Lola incluye el conjunto escultórico dedicado a los hermanos Prieto, patrocinadores del asilo, hoy reubicado en la entrada del parque municipal. Y ese fue el escenario que eligió el primo Checho para hacer la foto de la familia Carou, tras una comida y cantata en el río, frente a la piscifactoría, que organizaron con mimo las primas holandesas Luisa y Joyce.

El templo de la Veracruz, obra del afamado arquitecto porriñés Antonio Palacios, estaba recientemente finalizado cuando los primos éramos niños. Su torre, preciosamente iluminada por las noches, se yergue camino de la estación de la Renfe. 

El ruidoso tren a Santiago, parando en todas las estaciones y esperando los cruces, se hacía eterno, pero constituía otra de las señas de identidad del pueblo que acabó haciéndose popular por el pulpo. En aquel tiempo perdido una de las cosas que me sabían a gloria eran los churros que mi madre me traía por las mañanas al volver del balneario. ¡Vaya, se ha hecho tarde! Pero hoy estamos a cincuenta minutos de casa, así que pronto volveremos a O Carballiño.

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