Opinión

El drama que no cesa

Se ha quitado la vida un hombre vitalista. Se ha suicidado un hombre acostumbrado a encarar las profundidades a pulmón libre. Le he dado sepultura en la cajita de mis mejores recuerdos, como cuando me fugaba de casa descolgándome por el balcón de mi habitación, justo encima del despacho de mi padre, porque cada día era una fiesta de cumpleaños. Era el tiempo en que todos los sueños no sólo parecían alcanzables, sino obligados a esperar a que decidiéramos alcanzarlos. 

Como poco, cada suicidio deja huérfana una familia de interrogantes. No es fácil seguir la pista de una tragedia que carga en un acto, de manera solitaria, con la responsabilidad de cualesquiera que sean sus cómplices: un sistema de salud pública sin personal ni tiempo para escuchar, imposibilitado para un control exhaustivo, que sobremedica las tristezas e infradiagnostica los verdaderos trastornos mentales; una educación intolerante a la frustración; una tecnología que destierra la conversación; una realidad laboral que aboca a los jóvenes al paro y a la dependencia mientras la virtualidad los bombardea con el deber de ser felices; un efebismo y un adanismo que arrincona a los viejos; una sociedad vaciada de virtudes, incapaz de resolver lo que Camus consideraba la cuestión fundamental de la filosofía: si vale o no la pena vivir. 

Puesto que el suicidio es un drama multifactorial, su prevención no debería jugarse a una sola carta farmacológica. Y menos cuando nuevas investigaciones cuestionan la relación entre bajos niveles de serotonina y depresión. Tampoco hay que olvidar que en 2004 la FDA vinculó los antidepresivos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (entre ellos la fluoxetina, principio activo del Prozac) con el riesgo de suicidio, sobre todo juvenil, en las primeras fases del tratamiento, advertencia que consta veladamente en los prospectos, que aconsejan un «cuidadoso seguimiento». No parece posible con una media de nueve psiquiatras por cada 100.000 habitantes. 

El año pasado, en España se consumieron 111 millones de envases de ansiolíticos y antidepresivos, un 30% más que hace una década. Una población con la ilusión emparedada entre blísteres, adormecida emocionalmente, zombificada, está más cerca del ocaso, porque para querer matarse primero hay que haber muerto. Una muerte interior, un soterramiento en las cunetas del alma, donde no llegan los claveles. 

Se antoja más lógico, aunque menos rentable para las farmacéuticas, invertir en psicoterapia, máxime cuando es la soledad, el aislamiento, uno de los trampolines de la ideación autolítica, y sufragar un plan nacional que aborde la prevención del suicidio más allá de la salud mental. 

4.097 personas se quitaron la vida en 2022, un 2,3% más que el año anterior. Once suicidios al día. De la estadística a la biografía hay apenas un mal momento, ese instante en que parece que «todo el color del mundo hubiera sido absorbido de golpe por el pequeño agujero negro del corazón». Lo describe muy bien Itxu Díaz en su estupenda primera novela, Rosas de papel, la historia de un desencanto amoroso y vital. El libro zarandea al lector porque asiste a la caída en desgracia del protagonista consciente de que el infierno no es un exilio lejano, sino una cama siempre deshecha pegadita a la rutina. «Tibia tibieza —borda Itxu—. La de vivir mientras todo se te va muriendo». 

Se ha suicidado un hombre generoso y bueno. No ha habido lazos rosas ni concentración ni minuto de silencio a las puertas de ningún ayuntamiento.

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