Opinión

La era de la hinchazón

Ilustración.
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España está a la retaguardia. Consultado el oráculo kardashiano, las féminas centran sus esfuerzos en exhibir unos glúteos como los balones pétreos de Moeraki, esféricas prominencias que equivalen a moverse con dos pufs acoplados y en verano libran de cargar con la colchoneta o la silla para la playa. Sirven también para practicar pilates con pelota y suponen una ventaja a la hora de guardar cola o de hacerse hueco en una terraza aunque no haya sitio. De seguir esta moda de nalgas cojineras no quedarán culos de mal asiento; ni plazas extragrandes en los aviones. Convendría que el transporte público tuviera en cuenta el sobredimensionamiento de los traseros, que ya no son la perfecta nectarina de la que hablaba Philip Roth sino sandías reguetoneras.

Al tiempo que la figura femenina se apolisona, pero con armazón siliconado, hialurónico o lipoesculpido, cada vez hay más hombres henchidos como palomos buchones, hombres de nalga en pecho, que lo más probable es que no caigan de culo sino de torso. El español prototípico ha mudado de Alfredo Landa a tronista de Telecinco enganchado a la pinza de depilar y con bongos en lugar de mamas.

Los culos edematosos y los pechos preñados constituyen, junto a esas caras que no son el espejo del alma sino del nalgatorio, la confirmación estética de que vivimos en la era de la hinchazón

En otra época el ideal masculino era un pectoral liso y cuadrado, a imitación del David de Miguel Ángel o del Espartaco de Kirk Douglas, pero ahora se busca una redondez bunga bunga y parece que en cualquier momento pudieran brotarles Gremlins de los bultos. El pecho abombado suele tener, además, la urgencia de mostrarse al descubierto a la menor ocasión, así que el paseo marítimo se convierte en un festival de pectorales: ¡Bustock! Una los imagina diciendo lo que María Asquerino: «Cuando me ofrecen una película, exijo desnudarme en el guion».

San Agustín advirtió de que «lo que está hinchado parece grande pero no está sano»

Los culos edematosos y los pechos preñados constituyen, junto a esas caras que no son el espejo del alma sino del nalgatorio, la confirmación estética de que vivimos en la era de la hinchazón: el yo inflado de las redes sociales y sus crepitantes palomitas de seguidores, el embarazo psicológico del trending topic, las lágrimas como lámparas de Liberace del victimismo, los currículos abultados, los opinadores que sin cesar rellenamos de aire nuestra egogaita, las encuestas inflamadas cual vejigas, ¡la CIStitis!, los políticos abotargados de viento, la hidropesía de las polémicas, las noticias hechas globo para engolosinar a la audiencia, que es, sobre todo, hinchada. Como no hay conquista sin adorno, se exagera para dar una impresión de constante excepcionalidad. Y no pocas veces la hipérbole se transforma en hiperbola, sin tilde.

San Agustín advirtió de que «lo que está hinchado parece grande pero no está sano». Hinchado yace el muerto, incluido el cadáver político. Cervantes criticó asimismo la hinchazón, no sólo como vicio estilístico sino como defecto que compromete la verdad y fomenta la oquedad. En el prólogo de la segunda parte del Quijote relata que había en Sevilla un loco que se dedicaba a inflar perros: «Le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y en teniéndolo desta suerte le daba dos palmaditas en la barriga y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: “¿Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?”». A esta sociedad nuestra se le va el tiempo en hinchar perros. No cabe esperar mucho más, ay, que una sonora ventosidad.

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