Opinión

Hasta la bandera

ARIN
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Marbella es el municipio andaluz con más banderas azules en su litoral. Medito sobre este dato mientras paseo por la guijarrosa orilla de una de sus playas, la constatación de que el verano también tiene su estación de penitencia, pero, ay, sin torrijas. Como la inclinación de la costa impone un andar bamboleante, casi fraguista, conviene completar igual trayecto de vuelta para evitar que una cadera quede más alta que la otra y, en vez de caminar, parezca que se va a arrancar una por un reguetón. Al término de la yincana, cuya ejecución oscilante es más propia de gincana, se recomienda descansar en la arena, siempre que no la haya secuestrado la marea o cualquiera de los chiringuitos con sus tumbonas a 25 euros y sus sombrillas que se alzan de puntillas como bailarinas hawaianas descabezadas. Si así fuera, habría que conformarse con la parcela de agua no invadida por diversas tablas para planchar el mar, castillos hinchables o esas ruidosas pulgas que son las motos de agua. Un mar, eso sí, mosqueado de plumas de gaviotas, como si Dios hubiera sacudido su viejo edredón; un mar estofado, burbujeante y oleoso, ideal para que le pique una medusa o todo el cuerpo. 

No es lo mismo una playa con bandera que una playa de bandera. Ufanos gobernantes izan la enseña azul como estandarte de calidad. Luego llega el veraneante, atraído por el reclamo, y se encuentra con un estamparse de realidad. Porque hace tiempo que la bandera azul no se corresponde con la nobleza de las playas, sino con la cantidad de sus servicios. Se trata de arponear en el imaginario colectivo que lo interesante no es bañarse en agua cristalina o acroquetarse en un arenal fino y limpio, sino practicar paddle surf o beach tennis, prestarse a un masaje, hamaquear en un chiringuito, comerse un arroz caldoso, alquilar un hidropedal o cogérselo, y brincar en un parque acuático, la guardería del verano. Esto es, consumir. Suerte que todavía nadie ha inventado el patinete para arena. 

Como la mayoría son urbanas o semiurbanas, las playas con bandera azul han degenerado en centros comerciales al aire libre, hostiles con el individuo que busque calma, con o sin chicha, aunque ya se sabe que el primero en cogerse vacaciones de verano es el silencio. El prestigio del estandarte azul se destiñe como el falso atún rojo, porque no premia los ecosistemas bien conservados ni mejora los deficientes: aunque la mala playa se vista de servicios, mala playa se queda. La mercantilización del espacio público se antepone a la protección medioambiental: la bandera azul no garantiza, por ejemplo, que se hayan depurado las aguas residuales que van a parar al mar. Y parece no importar, pues cuanto menos apetecible esté el agua o la tierra, más entretenimientos se contratarán, como esas parejas que intentan derretir el hielo del hogar apuntándose a todo tipo de actividades fuera de casa. 

Cada vez hay más arenales con bandera azul tan llenos de servicios que acaban por no servir como playa. En la jerga ajedrecista, para expresar que un jugador agota su tiempo, se utiliza la expresión «caída de bandera». Como la bandera azul agotará las playas antes que sus horas, póngase, al menos, a media asta. 

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