Opinión

No moleste

ARIN
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Cojo el tren de alta locuacidad de Málaga a Sevilla. Los pasajeros no terminan de acomodarse en sus asientos, van de un lado a otro nerviosamente, como hormigas cuando amenaza lluvia. Renfe ha duplicado varios billetes, así que optan por otros sitios libres. Un joven con pantalones cortos, chanclas de piscina y calcetines blancos subidos hasta la pantorrilla decide asignarle plaza también a sus pies, que se apoltronan como momias. La bulliciosa calma del vagón se interrumpe con la llegada de un viajero que reclama ocupar su sitio. «Hay muchos asientos libres, hombre», le indica una señora. El pasaje autoriza el comentario con una risa contenida en un tarro de sociabilidad. Pero el insumiso insiste en llamar al revisor. El resto de viajeros lo observa como si fuera una pieza redonda en un Tetris. La misma mujer, de quien sólo logro ver un mechón anaranjado, el centrismo capilar, replica: «Qué necesidad de molestar, habiendo asientos». «Señora, yo no molesto, tengo un billete», protesta el hombre, que sale de escena sin teatralidad. Un rumor de boda a la que no se presenta uno de los novios invade el vagón. Por fin aparece el revisor. Se cerciora de la duplicación de billetes y sin explicación pide al pasajero que ocupe cualquier otra butaca. El rebelde accede sin rechistar.

En los periódicos de Madrid se recibió en 1919 este telegrama: «El único cartero huelguista de Huesca ha comenzado a mostrar deseos de reanudar el servicio». Wenceslao Fernández Flórez le dedicó un artículo: «Se pueden sufrir las molestias y las preocupaciones de una huelga cuando se ve uno estimulado por el ejemplo de los demás. […] Pero en la huelga de este hombre solitario, todo pesaría sobre él. […] Él habría de catequizarse, de dirigirse proclamas, de alentarse en sus vacilaciones, de conferenciar con las autoridades, de darse un mitin… […] Dentro de él lucharía el esquirol con el huelguista». Y ya se sabe que va antes la carpanta que la pancarta.

Si se han tolerado dos estados de alarma inconstitucionales, la ausencia de auditoría de la gestión pandémica, el archivo de la mayoría de investigaciones por muertes en residencias, el tourmalet de la factura de la luz y la inflación, ¿cómo no se va a sentar uno en una plaza que no ha elegido? La anomalía se ha hecho norma y el escándalo que se recuerda es el de Raphael. Cada vez más gente se queja de lo irremediable y se conforma con lo remediable, y la voz de quienes se indignan sin motivo ensordece la de quienes podrían protestar con razón. «Es lo que hay», «es lo que toca» son almohadas sobre las que descansan los sueños castrados del español. La protestosterona se reserva para las redes sociales, que funcionan como exitosos dispositivos de orden público: crean un espejismo de rebeldía que agota las ganas de rebelarse en la vida real. 

Nuestro tiempo es el de huelguistas virtuales que acaban siendo traicionados en la realidad por su propio esquirol. Porque el conformismo se percibe como confort mismo. Pero se trata de una resignación a su vez combativa, pues para sobrellevar el rubor de tanto poner la otra mejilla no se duda en ofrecer también la mejilla del prójimo. Quien no protesta se queja del que ha protestado. Con razón decía Jardiel Poncela que España, país esencialmente católico, es el más protestante.

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