Opinión

Rectificar es de sobrios

La ociosidad es la madre de todos los juicios; por eso no extraña que en un país con la tasa de paro más alta de la OCDE la incontinencia verbal se satisfaga levantando la patita sobre cualquier hecho para dejar rastro. Pero pocos, ay, están dispuestos a limpiarlo después. Hay algo que a los españoles se nos da peor que llegar a fin de mes: rectificar; salvo en las fotos: borramos tantas que, más que retratarnos, nos retractamos. Nuestras ideas, sin embargo, exhiben una fijación que ya quisiera la laca de Farrah Fawcett. Borrachos de certezas, no es posible volver sobre los propios pasos, pues rectificar es de sobrios. Poseídos como estamos por la razón, lo idóneo sería un exorcismo.

En lugar de asumir el error y desdecirse, lo que se lleva es cambiar de argumento, porque hoy la verdad no importa si no sirve para correr a gorrazos, a lo Peaky Blinders, al contrario. Si las chicas del Colegio Mayor Elías Ahúja aseguran no sentirse víctimas, el feminismo mainstrual las despoja de criterio tal cual haría el paternalismo y trueca la explicación machista por la de la lucha de clases: nada como un pijo para hacerse vistosos artículos de cocodrilo. Aquellos comunicadores que infravaloraron la pandemia en sus inicios tampoco rectificaron, pasaron a infravalorar el comportamiento de los ciudadanos. “¿Qué es en España la responsabilidad? Una palabra hueca”, anotó Mariano de Cavia.

Ilustración de Jorge Pereira.
Ilustración de Jorge Pereira.

Otra solución para no rectificar, muy empleada por los políticos, consiste en aducir que las declaraciones han sido mal interpretadas, porque el lenguaje es como el servicio público: cada uno lo entiende a su manera. Luego están las falsas enmiendas: alegar que la cuenta de uno ha sido hackeada o pedir perdón en condicional, que es una fórmula imperdonable. A menudo estas imitaciones de rectificación son expuestas por pobres manteros de esa mafia extorsionadora que es la corrección política; para no perder seguidores, caen en desagravios esquizoides, como Casillas, que se ha disculpado “con la comunidad LGTB” por ese “espero que me respeten: soy gay” escrito por un supuesto usurpador de su perfil; le faltó disculparse por los crímenes contra los indígenas. Como se ha banalizado la ofensa, cada vez se rectifica más lo que no se debe y menos lo que se debe.

Hablando se entierra la gente. El autoentierro es una práctica que ha proliferado con las redes sociales, cuyo problema no es la falta de caracteres, sino la sobra. Tuitear no consta entre los verbos reflexivos, así que pocos se libran de parecer la extensión virtual de ese personaje típico de las bodas que en algún momento grita “¡viva yo!”. Aceptado, pues, como signo de estos tiempos, el “tuiteo, ego existo”, mejor sería admitir también el “repienso, luego existo” para no tener que contradecirse; no todos contamos con rectificadores a sueldo, como el presidente de Estados Unidos. Considérese opinar con almohada, no para que haga de silenciador, sino para reposar el impulso y, si fuera preciso, para luchar contra las presiones que traten de alejarnos de la verdad con la firmeza de aquel periodista referido por Wenceslao Fernández Flórez, Picouto, que publicó una noticia que comenzaba así: “Dos salvajes que se dedican a cazar gatos con anzuelo…”. Cuando se presentaron en la redacción dos militares, urgiéndole a rectificar para no manchar el buen nombre del Ejército, Picouto redactó otro suelto: “No eran dos salvajes, sino dos tenientes de Infantería, los que hace una semana…”.

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