Opinión

Turismo de inexperiencia

Si viene usted a Marbella, quizá le engatusen con una vuelta en coche de caballos: arrellanarse en lo que Ruano llamaba góndolas de asfalto, crecerse con ese aplauso hueco que es el sonido de los cascos y admirar cómo los geranios pugnan en sus tiestos por ser primeras bailarinas. Pero, como al centro antiguo no se puede acceder en coche de caballos, tendrá usted que conformarse con cambiar el olor a pescaíto frito por el de rebozado de carburantes, y contemplar, a izquierda y derecha, bloques irregulares que sombrillean desde tiempos del gilismo y edificios monumentales -monumentalmente feos- de cuando los constructores estaban tan ocupados persiguiendo suecas que confundían las casas con latas de arenques. Una, que es ver un caballo atado a un carruaje y sentir unas ganas irrefrenables de abrazarlo, como Nietzsche, se alegra de que en este paseo por la milla del desdoro al menos el équido no pueda mirar más que de frente.

Al individuo que vacaciona es fácil colarle actividades que en cualquier otro momento le parecerían extravagancias o tomaduras de pelo. Pero en verano se broncean de atractivo bajo el atontamiento térmico, digestivo o etílico, o el provocado por el exceso de convivencia familiar. En el lago de Como se ofertan visitas a “la casa de George” (Clooney), como si desde el barco fueran a verlo salir en albornoz o les fuera a ofrecer un Nespresso. Hay muchachas que se visten de gala para la ocasión y los pantalanes agradecen el exhaustivo barrido de los bajos de sus vestidos. Cada vez más restaurantes limitan su carta a un menú degustación tan innovador que la experiencia es ser capaz de encontrar los ingredientes en el plato, así que no es extraño que algunos clientes vuelvan a coincidir recenando en alguna pizzería.

El turismo ha devenido en caricaturismo. Se viaja para cazar experiencias como si fueran bisontes y proveerse de recuerdos para ese estado de hibernación que es la rutina. Es difícil no picar el anzuelo ahora que verse en el mundo, que no es igual que ver mundo, se ha convertido en el sentido mismo de la vida -viajo, luego existo- y uno ya no es uno sin un marco incomparable que le encuadre favorecido. A falta de poder pagarse vivienda, los jóvenes se lanzan a comprar vivencias, y las parejas se afanan en capturar instantes mágicos cual pokémones, a riesgo de que se les escapen. Los turoperadores prometen viajeros constantemente emocionados, algo así como Bustamantes del turismo. En realidad, el llamado “turismo de experiencias” no pocas veces es más bien un turismo de inexperiencia, tan centrado en el vacacionista que impide profundizar en el destino. No es equiparable procesionar entre espigas de lavanda en un atardecer provenzal que asistir al proceso de elaboración de un jabón ecológico y llevárselo en la maleta. Acabará ofreciéndose como experiencia sostenible dar con una parcela de arena donde sentarse en la playa.

Cuenta Camba que un cliente le decía a un cochero en Nápoles: “¿Pero, por qué se empeña en robarme? Yo soy de aquí lo mismo que usted. No soy ningún forastero”. Para que las vacaciones no consistan en ese atraco supremo que es el robo de tiempo, seguramente el secreto sea comportarse igual que lo haría un nativo: observar la belleza circundante como si fuera a acompañarnos siempre. La verdadera experiencia hoy sería no tratar de buscarla. Como en el flechazo, el deslumbramiento llega sin querer.

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