Opinión

Dos cursos en la Academia Villar

Comencé mis estudios de bachillerato en esta academia de la que era director don Vicente Bóveda Iglesias, profesor muy reconocido en Orense y provincia y que también tenía una academia especializada en estudios mercantiles, en la que cosechó grandes éxitos formando a numerosos orensanos de generaciones que triunfaron en toda España, en oposiciones, en cátedras, etc.

Siempre sentí el no haberlo tenido de profesor, pues seguro que las matemáticas hubieran sido más queridas y aceptadas por mí, que siempre llegué a odiarlas porque no tuve nunca profesor que me las hiciese asequibles, o bien porque era duro de mollera. Lo cierto es que durante el bachillerato las matemáticas se me hicieron muy cuesta arriba. No quiero cansarles más con este tema, pero es algo que anoto en el debe. En el relato de hoy quiero hablarles de los centros, cuidadores o vigilantes del Salón de Estudios y de los profesores que tuve entonces.

Los centros o colegios donde inicié mis estudios de 1º y 2º de bachillerato estaban situados uno en la calle San Miguel, esquina calle de la Paz, encima del Bar Orellas o Avelino; el otro en la Plaza de Eirociño dos Cabaleiros, Hostal Cándido. Recuerdo profesores notables tales como Dorrio, sta. Caminero, Taboada, San Martín...

Entre los vigilantes me acuerdo de las bofetadas que recibía de Atilano, bastante menos de las que recibían otros compañeros, pero tengo que decir que, para más inri, que el abofeteador era bajo, cojo, flacucho y esmirriado, podría decirse que de lo único de lo que podía presumir, y lo hacía a la perfección, era de dar bofetadas.

Eso sí, esto requería cierto ceremonial, colocaba la cara con una de las manos, por cierto heladas, cogiéndonos de la barbilla para darle la inclinación adecuada y acomodarla a su baja estatura. Luego disparaba con toda su fuerza y saña para hacer daño, y de verdad que lo hacía, con aquellas manos huesudas. Sus dedos asemejaban auténticas cañas de bambú, con sus nudos que se incrustaban en las mejillas y las hacían enrojecer.

No me cabe duda alguna de que esto, el abofeteamiento, para él suponía cierta fruición.

Algunos nos dimos cuenta de algo que otros ni se percataban, y es que cuando la falta la cometía un compañero entrado en los 15 o 16 años, con un cuerpo más desarrollado, es que ya ni lo intentaba. Y se hacía el distraído. Le habían dejado caer en su mesa el aviso de que si llegara ese momento, la respuesta sería inmediata.

“La precaución ha sido siempre, desde que el hombre existe, una forma inteligente de evitar problemas”. Por lo demás era buena persona “de casta le viene al galgo”.

Recuerdo también a don Benito, que cuando uno le pedía permiso para salir un momento y le poníamos como excusa que éramos del SEU, él contestaba: “Si tú eres do SEU, eu son do meu”. Y no te daba permiso.

Otro que vigilaba el salón, don Enrique, nos hacía mucha gracia porque la letra erre le resbalaba en su pronunciación y en todo momento trataba de evitarlo. El intento resultaba siempre fallido.

Mis recuerdos de entonces son generalmente gratos, pero la realidad es que a mis padres no les gustaba nada que alguien en un colegio, aunque fuese profesor, pegase a su hijo, cuando si ellos no lo hacían no tenían por qué aceptar que lo hiciesen otros. 

Y por tanto decidieron que el nuevo curso, o sea, tercero de Bachillerato, lo hiciera en el Instituto Nacional de Enseñanza Media (hoy Otero Pedrayo) que además me quedaba más cerca de casa y donde tuve excelentes profesores y conté con compañeros, luego, grandes amigos en la vida.

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