Opinión

Entre pillos anda el juego

Jugando una partida de cartas en el café-bar La Bilbaína, propiedad del industrial sr. Campos, en la calle Paseo, frente al Banco de España, existían, al igual que en todos los cafés y bares, “los mirones”; no participaban en el juego, observaban la partida porque les gustaba, y una vez terminada, aportaban las posibilidades que habrían tenido, de jugar de tal o cual manera.

Tengo que decir que dicho café era entonces muy conocido por ser un local con espectáculo de variedades, dotado de escenario y orquesta, y por el que pasaron renombrados artistas bajo la dirección del maestro Vide, Reñones, Cancio y otros. Además del dominó, las damas y el ajedrez, eran famosas las partidas de cartas. Se practicaban todo tipo de juegos de naipe y concurrían jugadores de gran calidad asiduamente y las partidas eran muy seguidas por muchos mirones.

Casi siempre el mirón pasaba a ser participante, y esto fue lo que ocurrió con Quico y Rober. Después de coincidir comentando una jugada, éste inicia un acercamiento, aunque hay que decirlo, entre ambos existía una gran diferencia de edad: Rober era abuelo, y con varios nietos ya, jóvenes ellos, mientras que Quico era un joven casado con dos niños pequeños. Se conocían de ser de familias que se sabían de Ourense de siempre. Se decía, ser de clase media acomodada. Ambos tenían casas en propiedad.

Entre ellos se estableció, en no demasiado tiempo, una corriente de cordialidad y de amistad en la que, independientemente del juego y de la partida de cartas que seguían manteniendo, coincidían plenamente en cuestiones de faldas, y es que las mujeres era el tema subrepticio al que recurrían siempre en sus paseos al salir del café. Con facilidad, y sin darse cuenta, este tema llevó a ambos a la confabulación. Quico comentó a Rober el viaje que tenía en perspectiva, por supuesto en su coche, y que no era otro que ir a Madrid de inmediato. A Rober se le pusieron los ojos como platos porque era algo que le encandilaba. En éste era chochez y en el otro, una canita al aire. Dicho y hecho. Una vez diseñada la estrategia para justificar dicho viaje ante la sra. de Rober y sabedor cada uno de su papel, en la comedia a representar.

Suena el timbre en casa de Rober, abre la doncella. Serían más o menos las cuatro de la tarde. 

-Por favor, ¿vive aquí el sr. Roberto Mestre?

– Sí -responde la doncella-, ¿de parte de quién?

 Quico le da su tarjeta.

-Un momento por favor -añade ella-.

 Y al instante se oye la voz de Rober desde el interior: “Que pase, que pase”, al mismo tiempo que se adelantaba para recibirle. Le da un gran abrazo y le introduce en una gran habitación con ventanales a la calle, de un sabor rancio en cuanto a su decoración y mobiliario. Al fondo, pegada al ventanal con los visillos semirecogidos, una pequeña mesa camilla, y sentada y “entoquillada” ante un libro, una señora menuda cargada de años, pelo blanco, que portaba unas gafitas diminutas redondas que en la mismísima punta de la nariz asemejaba un personaje de Dickens.

Después de las presentaciones, Rober trataba de explicar a su mujer quién era el visitante, hablándole de sus padres y antepasados… por supuesto, inventado, siguiendo el guión. Llegó el momento del ¿qué te trae por aquí?

- Pues verá -dice Quico-: sabe que terminé Derecho y quiero hacer oposiciones a Hacienda, a Inspectores, llevo bien el temario, pero ud. sabe que siempre se requiere una ayuda, y mi padre dice que ud. cuenta en Madrid con un amigo que ocupa un alto cargo en el ministerio y…

Rober no le dejó terminar.

-Sí hombre, es un gran amigo y supongo que me atenderá. Pero anda siéntate y tómate un café. Mientras te escribo la carta de presentación y...

Quico se adelanta y le interrumpe.

-Es que mi padre dice que lo mejor sería que ud. me acompañase y que, de esta forma, con su presencia la cuestión será más efectiva. Yo voy en mi coche. Un viaje de ida y vuelta y por supuesto todos los gastos pagados. Es un favor que le pide mi padre encarecidamente y que dice será debidamente recompensado por la importancia y transcendencia que tiene para la familia. 

Silencio prologado. La mirada de Rober está fija, clavada en su esposa. El silencio se hace cada vez más espeso. Ésta, sin inmutarse. Él requiere su atención, tras unos segundos tensos y sin levantar la vista exclama:

-Sabía que eras un golfo y un sinvergüenza, pero nunca creí que llegaras a esto. Y en cuanto a ud. -dirigiéndose a Quico-, le digo otro tanto, y que abandone mi casa ahora mismo y no vuelva. 

Quico, después de contarme esta historia añadió:

–Jamás, en toda mi vida, pasé tanta vergüenza. Salí apresuradamente. Bajé las escaleras volando y a toda prisa me metí en La Ibense, lo más próximo, para sacarme el mal sabor de boca que me había producido la escena. Recapacité. Aquello había sido tan vergonzoso, tan canalla y tan repugnante para un ser humano, y estaba tan arrepentido de hacer sufrir a la pobre señora, que le sigo pidiendo perdón desde el fondo de mi alma.

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