Opinión

La casa de las palmeras

Era quizás la más renombrada de las casas de prostitución. La dueña, Elia Picazzo (?), no sé de su procedencia y muchos menos de los motivos que la habían llevado a escoger su profesión. La conocí cuando yo apenas tenía 14 años. Calculo que ella rondaría los 50 o quizás más; lo cierto es que en su porte, en sus maneras o formas de comportarse, nadie que la viere pudiera sospechar de su actividad.

Su aspecto era el de cualquier otra señora elegante de la sociedad. Su semblante transmitía placidez y serenidad. No había exceso de maquillaje, ni de joyas, aunque decían que sí las tenía y de gran valor. A su paso, eso sí, dejaba constancia de la fragancia de un exquisito perfume.

Le gustaba mucho el cine y no se perdía una película. Recuerdo verla en muchísimas ocasiones en el Teatro Losada, edificio que hoy ocupa Zara en la calle del Paseo.

Además del cine, su otra afición era el juego de naipes. Para ello contaba siempre con jugadores de relieve como: “Huesitos”, “Peixe”, “Anzuelo”, aparte de algún señorón potentado que distraía su tiempo y dinero en aquella timba que noche tras noche se organizaba en una semioculta y hermética sala de la mencionada casa, a la que nadie tenía acceso. Las partidas, al decir de algunos, terminaban con el alba y, según decían, las cantidades que se jugaban eran importantes.

Hay muchas anécdotas de aquellos tiempos. Se hablaba de su generosidad y de su ternura. En el barrio se sabía que era muy "limosnera" (se decía entonces), lo oí muchas veces, que la hornacina con la imagen de la Virgen del Carmen existente en el muro que cierra el recinto de las Madres Josefinas con los Jardines de las Burgas, lo cuidaban personas enviadas por ella, y que les exigía que esta, la hornacina, permaneciese siempre iluminada. Y así lo recuerdo.

Hay un relato que me llamo la atención por habérselo escuchado a una gran persona y amigo en el Liceo, en una tertulia muy interesante, a la que ambos, él y yo, asistíamos diariamente y que dedico a su memoria.

El hecho curioso sucede en un domingo soleado de primavera, cuando después de oír misa con sus dos hijas, las llevó dando un paseo hasta la estación del tren del Puente. Luego, para el regreso, utilizo el “carrito”, palabra con la que los orensanos en aquel entonces, familiarmente, llamábamos al autobús.

Una vez llegado a la parada de la Alameda, oye la voz de Eladio vendedor que vocea La Región; es cuando se da cuenta de que no había comprado el periódico, y sin pensárselo dos veces apresuradamente se baja del “carrito”, no sin antes advertir a las niñas: “¡No moveros!” Pone el pie en la acera y, en ese instante, el conductor inicia la marcha sin percatarse de que mi amigo quedaba en tierra, con el periódico sí, pero sin las niñas. Bien que lo lamentó después el conductor, pues al día siguiente se presentó en el establecimiento de mi amigo pidiéndole todo tipo de disculpas que indudablemente fueron aceptadas.

El suceso fue muy comentado con nerviosismo por los demás pasajeros del “carrito”, dada la situación creada con las niñas. Es aquí cuando una viajera les dice a los demás: “No se preocupen, me bajo en la próxima parada con las niñas y esperamos a que llegue su padre”. Así lo hizo. Con las niñas de la mano esperó a que llegase el padre, mi amigo, quien lívido, sudoroso y angustiado corría por el Puente de las Burgas en busca de sus hijas. Dio las gracias a la señora por el gesto de generosidad y responsabilidad que había tenido con él y con sus hijas, ofreciéndole sus respetos al mismo tiempo que le entregaba su tarjeta.

Más tarde se enteró por el propio conductor del “carrito” que la señora que se había hecho cargo de las niñas había sido la propia Elia.

En la tertulia, con este gesto fue muy considerada por todos los presentes con halagos hacia su persona.

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