Opinión

Y llegó el horror

Solo pensarlo me estremezco. Son recuerdos tan tristes los que viví durante una etapa de mi niñez, que surgen en mi memoria, ahora, con la presencia de entonces.

Mi familia fue claro ejemplo de lo que jamás debe repetirse. En una misma familia, hemos sido vencedores y vencidos. Hemos llorado por los muertos. Sufrido por los perseguidos. Alegres con los que volvían del frente. Angustiados por los presos encarcelados injustamente. Todo esto y más se produjo. Sucedió en la guerra fratricida.

Mi familia, como muchas otras, fue golpeada, maltratada por unos y por otros en aquella contienda. Y esto, créanme, deja una huella muy profunda, ya que es uno de los acontecimientos más dramáticos que puede vivir el hombre. Lo fue no solo en el frente de batalla, sino en la retaguardia, que fue la doble guerra que vivimos los que no fuimos al frente.

En una misma familia, hemos sido vencedores y vencidos. Hemos llorado por los muertos. Sufrido por los perseguidos

Si yo les digo que mi hermano Pedro, el mayor de ellos, maestro nacional, con brillantes calificaciones, iniciando dos carreras universitarias, fue tachado y se le acusó de ser “ateo”, según informe que emitió el párroco de la localidad donde tenía la escuela... ¡Tamaña falsedad! Cuando era el único miembro de mi familia que, de rodillas ante un crucifijo, rezaba el rosario todas las noches antes de acostarse. Les dará idea de la sinrazón y de la barbarie vividos entonces.

Y todo esto sucedió por meras rencillas personales, tales como que mi hermano sacaba a los niños al recreo, al atrio de la iglesia, simplemente por molestar al cura, cuando en realidad lo hacía para proteger a los niños, ya que el lugar donde se venía haciendo habitualmente era paso frecuente de ganado vacuno, y ya habían sucedido algún susto que otro. Los días que existía alguna celebración en el templo, el recreo se llevaba a otra parte. La iglesia parroquial a la que me refiero, como la mayoría de las de Galicia, prodigio de piedra, estaba circundada por un vetusto muro cubierto de musgo y, como única entrada, una verja de hierro oxidada constituía un lugar seguro para los chiquillos.

Hace bastantes años fui al pueblo a rememorar mi estancia de pocos días invitado por mi hermano, pues no había vuelto desde entonces. Me invadió la tristeza de tal manera que no pude soportarlo ni permanecer por más tiempo. Cuando ya iba a abandonar el lugar y esparcía la vista como despedida, como última mirada, veo sentada en un corredor a una anciana que me observa. Me acerco y me presento, y a mis preguntas, recordaba entre lágrimas a su maestro. “Non houbo outro”, me dijo. Emocionado, abandoné aquel lugar.

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