Opinión

Un país nuevo

Visitar ahora Euskadi, pasear de nuevo por la playa de La Concha, tomar potes en la Plaza Nueva de Bilbao, dar una vuelta por los pueblos de la Rioja Alavesa o de la comarca del Goierri, es encontrarse con un país nuevo. La gente está más contenta, confiada y tranquila. Su habitual buen humor, su carácter extrovertido se manifiestan ahora en plenitud.


La llegada al poder del nuevo gobierno socialista con el apoyo de Basagoiti y el PP del País Vasco está abriendo ventanas tremendamente esperanzadoras. Muchos problemas de convivencia que no parecían tener solución, se encuentran ya encarrilados. La izquierda abertzale está buscando caminos para desembarazarse de ETA. La libertad consigue abrirse paso y hoy es más frecuente que hace unos años, escuchar en los bares y en los bancos de los parques, opiniones políticas diversas que antes se guardaban por miedo. La desaparición del terrorismo es en estos momentos, ante la progresiva debilidad de ETA, algo más que un sueño. Parece un escenario posible a corto o medio plazo.


La percepción del resto del estado con respecto a Euskadi también ha cambiado. Los focos se centran en otras cuestiones. El problema vasco comienza a verse como un viejo nudo que cada día se desenreda un poco más. Sin ruido. Sin nuevas heridas abiertas. Incluso se plantea como un modelo a seguir para la resolución de los problemas a través de la colaboración de los dos grandes partidos estatales. Pero las cosas no eran así hace poco tiempo. Todo va tan rápido en política que la memoria se diluye en cuanto la prensa cambia de tema. Y así se corre el riesgo de no reconocer los aciertos y los errores de los protagonistas. Por eso, antes de que la historia reciente se convierta en tiempo pasado, conviene intentarlo.


La figura de Patxi López no existiría sin Zapatero. Ambos cambiaron la dinámica de confrontación con el nacionalismo vasco del tándem Mayor Oreja-Nicolás Redondo. Una dinámica que en las penúltimas elecciones en Euskadi provocó el efecto ‘empalizada’ de los electores vascos. Un reflejo defensivo que aportó abundantes votos a los graneros de los partidos nacionalistas e independentistas y una buena justificación para revitalizar el soberanismo de Sabino Arana.


Fracasado aquel intento de modificar el desnortado ‘status quo’ del PNV, López y ZP apostaron por un cambio tranquilo, sin alharacas, sin llamadas electoralistas a la víscera del nacionalismo español en busca de votos fuera de Euskadi. Después, frente a los que se rasgaban las vestiduras y pedían medidas excepcionales, el Plan Ibarretxe se disolvió como un azucarillo usando en exclusiva los procedimientos derivados del orden constitucional. Sin broncas. Sin descalificaciones. Con un debate en sede parlamentaria. Nada que concuerde más con la templanza del espíritu vasco.


Finalmente, llegó el proceso de paz que terminó con la ruptura del alto el fuego en la T4. Sin cesiones ni entregas como algunos airearon interesadamente. Y con dos consecuencias muy positivas que ahora podemos analizar en perspectiva, más allá de la inicial sensación de fracaso. El rechazo definitivo de la ciudadanía vasca no sólo a la violencia sino a cualquier propuesta política excluyente o sectaria. Y la convicción generalizada -incluso en los sectores más radicales del independentismo vasco- de que, desaprovechada la última oportunidad, a ETA sólo le queda una salida: la rendición incondicional.


Fueron estos mimbres, y no otros, los que permitieron la construcción del cesto en el que hoy cabe la esperanza de un nuevo pueblo vasco en paz y prosperidad. Al César lo que es del César y a Zapatero lo que en justicia le corresponde, tanto en errores como en aciertos. Y en este caso, los resultados hablan por sí solos.


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