Opinión

Y la salud económica y social, ¿qué?

La alerta es máxima. Es la tercera vez en menos de un año de pandemia que estamos dentro de esta trágica secuencia: alcanzado el pico de los contagios luego llegará el de las hospitalizaciones, después el de las UCI y por último, el de los muertos. O de otra forma: los hospitales se llenan, las operaciones se aplazan, las libertades se restringen y decenas de miles de negocios se acercan un poco más hacia el abismo. Con más de 85.000 fallecidos, cada nueva sacudida del virus profundiza la corrosión socioeconómica y también la brecha con una clase política que, parece evidente, no está leyendo de forma acertada una situación en la que deberes, errores y consecuencias parecen caer siempre en el mismo lado. 

En las calles y tiendas vacías de nuestras ciudades se respira preocupación, hartazgo y miedo. Preocupación por el colapso sanitario y un ritmo de vacunación insuficiente por el choque entre la UE y las farmacéuticas. Hartazgo por la sucesión de escaladas y desescaladas. Miedo al futuro económico y emocional. La realidad hospitalaria hizo inevitable, y así lo entiende la mayoría, retroceder para poder frenar esta tercera ola. Pero duele mucho que otras realidades que deja esta crisis no se estén atendiendo. Por eso hoy también se percibe en España un viejo crac que revela por dónde se rompen las costuras: la asimetría entre la realidad social y el escenario político. Porque sí, hemos escuchado bien nítido el análisis de los gobernantes: no hemos estado a la altura y hubo que aplicar severas medidas. ¿Pero los administradores públicos han hecho lo suficiente? Directa o indirectamente señalan que la sociedad no cumplió en Navidad, sin entrar a valorar su papel flexibilizando las normas en diciembre, las consecuencias que ha tenido la polarización u observar desde julio cómo incidencias similares en territorios diferentes se enfrentaban, sí, con medidas opuestas. Las autoridades piden ahora que nos vigilemos, pero durante meses apenas se controló a ese -sin duda, mínimo- porcentaje de irresponsables. El Gobierno demanda otro esfuerzo colectivo mientras se observan las grietas de la cogobernanza: no hay un plan único de vacunación que evite ruidosos bochornos ni se permite adelantar el toque de queda. Cómo puede Ayuso pedir más restricciones estatales mientras ni siquiera endurece de forma completa las autonómicas. Cómo se vuelve a obligar el cierre de los sectores más castigados sin, casi un año después del inicio de la pandemia, tener un programa conjunto entre todas las administraciones que aplace impuestos y materialice las ayudas -directas e indirectas- a tantas personas que siguen sintiéndose mayoritariamente abandonadas. 

Quizás nada ejemplifica mejor el contexto que Salvador Illa. Sánchez entendió que le era más útil de cartel electoral que en su despacho de Sanidad y firmó el abandono el miércoles, día en el que se llegaba al pico de muertes de la tercera ola. Es imposible no pensar que se ha puesto el interés partidista por encima de España, pero tampoco es que se lo hayan podido preguntar: el ya exministro se metió en campaña sin rendir cuentas en el Congreso de su controvertida gestión -apenas maquillada por su talante- y su relevo fue anunciado en una comparecencia en Moncloa sin preguntas, y todo en la misma jornada que Casado viajaba a Cataluña sin siquiera avisar a los medios. Sumado a los desvaríos inquisitoriales de Podemos, esta moda es otra de las dolencias secundarias que deja el covid: la falta de transparencia, combinada con la sobreexposición de expertos usados como trinchera cuando interesa y negados cuando se atreven, por ejemplo, a pedir una auditoría externa para rectificar los errores cometidos. 

El descontento por las aterradoras consecuencias de esta crisis -falta de perspectivas, desempleo, aumento de la desigualdad- crece en toda Europa. Hoy es tan importante contener la presión asistencial como aliviar la presión social y económica. España ha sufrido el mayor bajón anual del PIB desde la Guerra Civil en un 2020 que, pese al rebote del último trimestre y el papel de los ERTE, destruyó 622.000 puestos de trabajo y se cebó con los más débiles. Ahora, para garantizar el futuro afrontamos semanas clave en las que debe seguir demostrando su civismo una sociedad exhausta y con múltiples heridas. Pero por todo esto nunca ha sido más vital el buen gobierno: ya no hay espacio para más sermones, confrontaciones ni numeritos como el visto con el decreto de los fondos UE -que, por cierto, sigue sin aclararse a las autonomías-. Solo con autocrítica, empatía y diálogo los políticos podrán atender las necesidades públicas, restaurar la confianza perdida, escuchar a las empresas y encarrilar la campaña de vacunación que debe sacar al país de esta pesadilla. Y, por supuesto, absténganse de empedrar con desatinos y descoordinaciones la sombra de una inasumible cuarta ola. Nos va la vida en ello. 

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