Opinión

El otro precio de la Transición democrática

La sentencia de la Audiencia Provincial de A Coruña en la que refrenda que el Pazo de Meirás es propiedad del Estado era la esperada, incluso por la familia Franco. No enmienda la plana a la jueza de Primera Instancia en lo sustancial: la residencia veraniega del dictador nunca fue realmente de su propiedad, ni en vida del "Generalísimo" y menos aún después de su muerte. Aunque le fue "donada" a título personal por determinados sectores de la sociedad coruñesa de la época al triunfador de la Guerra Civil para obtener su favor, el beneficiario era consciente de que debía inscribirla a su nombre para que la heredaran y disfrutaran sus descendientes. Lo hizo por medio de una escritura que ahora es tachada de "fantasía total", pero que entonces, dadas las circunstancias, en plena dictadura, fue dada por válida en el correspondiente Registro de la Propiedad. Un "negocio jurídico" que ahora se declara nulo porque así lo ha requerido la propia Administración estatal. 

Sin embargo, la resolución de la Audiencia, en la parte que desdice a la jueza, contiene no pocos reproches a la desidia del Estado, que durante décadas no movió ficha. La reivindicación de la propiedad, dicen los magistrados, "es un evento totalmente novedoso". Una vez fallecido Franco, en 1975, el recién nacido régimen democrático del 78 permitió que los descendientes del dictador siguieran disfrutando de las Torres de Meirás y de las fincas adyacentes, de modo que se hicieron cargo de su mantenimiento y conservación y afrontaron las obligaciones inherentes a la propiedad. Ninguno de los gobiernos que se sucedieron durante más de cuatro décadas formuló requirimiento alguno -subraya a Audiencia- para que los Franco entregasen lo que ahora se establece que no era suyo. De ahí que tengan derecho a una indemnización, que se prevé abultada por el dinero que dicen haber invertido en Meirás.

Lo que establece la sentencia -que sin duda será objeto de recurso- es que, por más que desde el arranque de la Transición algunos partidos políticos, historiadores, instituciones o entidades memorialísticas se hayan empeñado en acabar con esa y otras anomalías democráticas, los Franco pudieron hacer uso público y notorio del Pazo como si fuese suyo. Ha de considerarse que actuaron de buena fe. Los nietos no tenían por qué conocer el origen ilegítimo de la propiedad. Por eso hay que indemnizarlos. No porque hayan actuado como los auténticos dueños del inmueble sin serlo, sino porque el Estado no promovió las acciones legales pertinentes parar reclamar lo que realmente era suyo, o sea, de todos los españoles, y que debía formar parte del patrimonio público. Se concluye por tanto que los sucesores hereditarios de Franco podían razonablemente pensar que nunca se enfrentarían a una reclamación de propiedad ni se verían privados de esa parte de su herencia.

Si la leemos entre líneas -que es como había que leer en el franquismo los pocos libros, revistas y periódicos que veían la luz pese a cuestionar la dictadura-, la resolución de la Audiencia Provincial de A Coruña viene a culpar al espíritu de la Transición del desaguisado de Meirás. Aquel proceso de cambio de régimen no fue una ruptura, sino más bien un esguince, que diría el añorado Forges. Se basó en un pacto implícito que incluía no pedir siquiera explicaciones a quienes durante el franquismo amasaron enormes fortunas de origen dudoso, mucho menos reclamárselas. Y en ningún caso a los Franco. De no existir ese tácito acuerdo, seguramente las Cortes franquistas no se habrían hecho el harakiri, ni las estructuras de poder que sirvieron al dictador se acabarían poniendo, en su mayoría, al servicio de la democracia de la noche a la mañana. Hubo que pagar un precio en forma de renuncia, incluso de amnesia o desmemoria. La indemización a la familia Franco-Polo por seguir disfrutando de Meirás tras la muerte del abuelo es parte de ese coste, diferido, a pagar mediante cheque o transferencia por decisión de una justicia garantista.

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