Opinión

“El Juli” y la otra España (que no es la de Vox)

Se corta la coleta, todavía en buena edad, una de esas figuras a las que nuestro país, rara avis, convierte en míticas. Y que, de alguna manera, acaban encarnando a una de las Españas a las que una fracción de nuestros políticos quisiera representar. Hablo hoy de Julián López, “El Juli”, un torero que ha asombrado a muchas plazas y que, voluntariamente o quizá no, se ha convertido en un símbolo de esa “otra” España ajena a los manejos políticos, pero también a muchos de los cambios que inevitablemente ocurren en nuestras vidas.

Espero que, cuando escribo que esa España del Juli, y de otros bastantes, nada tiene que ver con la que alguna formación política, Vox en este caso, quiere ocupar, la de la fiesta, la caza y el mundo rural, no piense usted que quiero politizar la figura del torero. Tuve la oportunidad de cenar con él en agosto, tras una memorable faena en Guijuelo, y podría asegurar que la política no constituye precisamente el motivo número uno de los afanes ni de este triunfador absoluto ni del mundo cercano en el que se desenvuelve. Claro, reconozcámoslo, no son la izquierda; pero acaso deberíamos acostumbrarnos de una vez a no mantenernos en el tópico patrón izquierda-derecha, que les es tan caro a quienes parecen disfrutar dividiendo el país en parcelas de las que tratan de apropiarse. Hay vida después de la politización extrema de casi todo.

Se va “El Juli” literalmente por la puerta grande y nos deja sin el recurso, quizá un poco alienante, que nos permitía olvidar algunas tardes cosas como las que esta semana que comienza nos vienen: las incómodas consultas del Rey de cara a la investidura y las negociaciones subterráneas con un independentismo que este 1 de octubre, conmemorativo de no pocas pesadillas, levantaba, prepotente, desafiante, la voz y la cabeza, algo más aún de lo habitual. Sí, ese mismo independentismo que, tras una tarde inolvidable con José Tomás, hizo cerrar en 2011 la plaza barcelonesa, la Monumental. Muerto el toro, se acabó la pasión “españolista” por la fiesta.

El Juli es, era, como un salvavidas al que te aferrabas cuando querías mirar hacia otro lado, hacia los cosos que volvieron a estar abarrotados cuando él acudía -sí, también, en parte, poblados por bastantes jóvenes-, la música del pasodoble, las banderas rojigualdas, la vieja tradición que tanto ha influido incluso en nuestro hablar cotidiano: rejones, estoques, dar la puntilla, ponerse el mundo por montera... Cuánta buena literatura, cuánta iconografía excelente, ha consumido este arte del toreo.

Cierto, la nación en cambio tecnológico, social y moral tiene poco que ver con la fiesta llamada nacional, que es pura costumbre y más de lo de siempre, cuando lo de siempre se va haciendo cada vez más raro en nuestros hábitos. Y también cierto: quizá jamás en nuestra Historia se haya producido una tal aceleración de hechos inéditos, tanto en política como en aspectos de nuestra vida cotidiana, como la automoción, la energía, la salud, el metaverso que nos desconcierta. Pero conviene saber separar los planos y dar a Dios lo que es de Dios y al Juli lo que es del Juli y lo que simboliza.

Yo hoy quiero, desde aquí y para lo que sirva, dar un adiós provisional -¿quién descarta los retornos?- a un hombre al que comencé a seguir desde que alguien me dijo que me parecía físicamente a su padre y cuyas faenas desde hace años me emocionan. Este es el día en el que toca escribir sobre esto, la despedida del maestro, porque nos quedan muchos, muchos, otros días para ocuparnos de lo otro, de esas otras Españas de ambiciones de poder que pugnan en la opacidad por hacernos una faena y que, encima, les demos las orejas, el rabo y nuestro voto, sin que tantas veces merezcan ni lo uno ni lo otro. Y, ya digo: perdón por mezclar, por una vez y sin que sirva de precedente, churras con merinas.

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