Opinión

Depredador

La noche tiende su manto y el silencio impone su reino. La duda se adueña del pensamiento y coloniza nuestro sentir. ¿Cuántas verdades han sucumbido al paso del tiempo? Miles y miles han perdido su presencia y con su muerte han desaparecido los devotos que habían seducido. El saber cambia, se reconvierte en nuevas dudas que surgen del convencimiento previo, ¿donde está la respuesta definitiva? El dolor y el placer pugnan por dominar nuestros sentidos, la eterna batalla entre el ser y la ficción establece períodos de concordia donde el goce depende del afecto recibido.

Cuanto más tiempo transcurre, más respetuoso me siento ante las ideas de los demás, estoy convencido de que nadie está en condiciones de imponer su criterio como verdad absoluta. Empiezo a preocuparme pues comprendo la debilidad humana, huérfana de principios éticos que orienten sus actos; generalmente se actúa bajo los sentimientos más primarios que conducen a conseguir más poder y más riquezas al amparo de la impunidad que da la fuerza. Los grandes principios morales que han canalizado el desarrollo de los pueblos han perdido su influencia y han dejado a los estados la función de arbitrar las leyes indispensables para la convivencia. El descrédito de las religiones, la caída de los totalitarismos, el poder del dinero, la insolidaridad de las naciones, la evolución caótica de la familia patriarcal, las nuevas tecnologías… todo ello mezclado en la coctelera de la historia, nos conduce a una sociedad donde los valores quedan al arbitrio del moralista de turno.

Tengo la extraña sensación de que se está produciendo una transformación social superior a la que se produjo en la revolución industrial, pero con variables más incontrolables y complejas. Estamos asistiendo a la derrota de los sistemas educativos; a la desestructuración de las relaciones familiares, al control social del individuo a través de la coerción, el miedo y la mentira. A la huida hacía la nada, en un escenario donde el alcohol y las drogas se convierten en refugio de los que temen la angustia de la no existencia. La especie humana está sufriendo las consecuencias de su éxito como especie dominante; está aniquilando a otros seres vivos en su afán de control absoluto del planeta. Como un gigantesco monstruo insaciable, la civilización humana camina hacía su Armagedón (Apocalipsis, capítulo 16, versículo 16): guerras, contaminación, calentamiento, superpoblación, enfermedades, degeneración biológica… Tememos nuestra muerte y, paradojas de la humanidad, despreciamos la posible desaparición como especie.

Quizá sea mi edad, tal vez las circunstancias, acaso la duda, es posible que sea el miedo o seguramente el silencio de la noche, pero mi estado de ánimo es bajo. Siento una desazón extraña, como en una pesadilla observo que un gran depredador se devora a sí mismo entre gritos de placer y aullidos de dolor y en ese momento recuerdo las palabras de William Shakespeare: “Ser o no ser, ésta es la cuestión. ¿Es de más noble espíritu sufrir las arremetidas y los dardos de la adversa fortuna o, por el contrario, empuñar las armas contra un mar de adversidades y terminar con ellas haciéndoles frente? Morir, dormir, nada más”.

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