Opinión

La fealdad de la belleza

No importa el resurgir de los ejércitos clonados del líder, no importa la muerte del cortejo, han dejado de tener valor los recuerdos de las ilusiones perdidas y lo más decepcionante es la desconexión empática con el compañero del proyecto de vida. Cual Robinson urbano se vive aislado en una sociedad que asiste impávida a la pérdida de libertades, siempre que se reciban las compensaciones que su sumisión produce en la pirámide del poder. Pan y circo vuelven a ser los instrumentos que satisfacen a los que huyen de su entorno; una inercia desconocida empuja a las masas a un suicidio colectivo, beoda de estímulos tóxicos, lo que le permite ejercer su conversión en un cordero guiado por el mago de la palabra.

El Viejo Milenario cierra sus ojos, tapona sus oídos, apaga los teléfonos, enmudece la televisión y clausura su ordenador; se niega a recibir más información que sobrepase su umbral de percepción, consciente de que se intenta anularlo como ser pensante. La falta de negatividad de lo verdadero invalida los valores positivos y envuelve el mensaje en un veneno letal. ¡Amad la vida!, gritan en sus adornados despachos los atormentados gestores del capitalismo agonizante, agobiados por la dinámica de un éxito emponzoñado con el veneno de la deuda y el despilfarro.

Una pléyade de funcionarios de los comités de defensa de la inteligencia tratan de mantener el orden y la disciplina ante el empuje del caos, en un mundo carente de ideales donde las religiones sucumben ante la presión del culto a la belleza de las hidras, que sobreviven gracias a la pseudociencia puesta al servicio de la casta. Para muchos es difícil aceptar que un virus no controlado pueda poner en riesgo la permanencia en el planeta Tierra de los herederos de los dioses. Se niegan a aceptar la fragilidad del mono desnudo y sucumben en una orgía de necedad y podredumbre.

La frase “Nunca más servir a persona que se pueda morir” golpea la mente del Viejo Milenario. La pronunció Francisco de Borja al ver el cadáver putrefacto de la que había sido la esposa del emperador Carlos I de España, la hermosa Isabel de Portugal (su belleza queda reflejada en un lienzo de Tiziano). El marqués Borja, que era el caballerizo mayor de la emperatriz, la amaba en el más absoluto secreto. La putrefacción de la reina es el ejemplo más elocuente de la transitoriedad de la belleza.

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