Opinión

Huida hacia ninguna parte

No fluyen las ideas, las neuronas descansan, tal vez se hayan contagiado del ambiente vacacional que se respira en este seco y caluroso agosto. O quizás teman que algún fuego incontrolado prenda en su tupido bosque y esterilice definitivamente la singularidad de su patrón. Lo más probable es que se hayan contagiado de la pasividad de los dirigentes políticos de nuestro país y decidan ralentizar su actividad. Las prisas no son buenas consejeras, decía el dicho popular; todo aparenta una agitada tranquilidad: playas abarrotadas, fiestas multitudinarias, festivales masificados, tráfico saturado, aeropuertos colapsados… gente y más gente. Millones de cerebros que huyen de lo cotidiano buscando lo insólito; la rutina destruye al futuro, por eso se trata de huir hacia lo inhabitual aunque casi siempre resulte más alienante que lo conocido.

Como hoy las neuronas están en reposo, me permito recordar los largos veraneos que de niño pasaba en el pueblo donde había nacido mi abuelo. Íbamos mi hermano y yo acompañados por nuestros abuelos maternos y la tía Julia. Eran unas vacaciones hermosas. Una de las actividades que más placer nos producía era acompañar al ganado cuando iba pastar. Conocíamos el nombre de cada vaca, de cada una de las fincas, sabíamos quién era el propietario de cada árbol, diferenciábamos el canto de los pájaros, bebíamos en los arroyos, recogíamos leña y piñas, caminábamos por estrechos senderos y disfrutábamos de los secretos de lugares ocultos. Allí, gracias a la perseverancia de la tía Julia corregí el defecto de pronunciar la letra r como g (creo que se conoce como pararrotacismo).

La casa carecía de los servicios más elementales, no tenía agua, faltaba la luz eléctrica y no había aseos. Con la caída del sol llegaba la hora de acostarse después de haber cenado sobre la piedra de la “lareira”, dormíamos profundamente a pesar de que algún colchón era de hoja de espigas de maíz (jergones de follas). ¡Y qué decir de la comida!, aquellas filloas recién hechas, aquel cocido excepcional, el sabroso pan de centeno, la fruta fresca arrancada del árbol y llevada directamente a la boca. Fue allí cuando empecé a saborear la leche de las vacas recién ordeñadas. Realmente éramos muy felices.

Las neuronas empiezan a despertar de su placentero descanso; me pregunto ¿por qué huimos de la realidad de todos los días? ¿Por qué necesitamos ser elementos de una masa despersonalizada? Han pasado más de sesenta años desde aquellos veranos de mi infancia, han trascurrido siglos desde la agricultura de los cincuenta a la tecnología del siglo XXI. Hemos vivido unos tiempos apasionantes, fuimos espectadores y actores de la caída de una dictadura sanguinaria y del advenimiento de la democracia, hoy teóricamente consolidada. Somos testigos mudos de transformaciones sociales de consecuencias imprevisibles; asistimos impasibles a conflictos armados que destruyen naciones y estados; la medicina ha avanzado a niveles increíbles; no somos conscientes de la infinidad de recursos naturales que despilfarramos sin pensar en las generaciones venideras. En consonancia con esta anarquía, positividad y negatividad, la humanidad está dejando de pensar, las neuronas se han instalado en un eterno veraneo.

No tengo duda de que se está iniciando un nuevo ciclo, un cambio de gran trascendencia que colocará en la prehistoria la forma de vivir de la infancia de mi generación. En una huida hacía ninguna parte el género humano será cada día más dependiente de elementos externos que a cambio lo controlarán de forma absoluta; la libertad será una quimera; la singularidad, un peligro, y la solidaridad, una aberración. Todo está programado, nada está sujeto a la improvisación, un real Fahrenheit 451 (novela de Ray Bradbury escrita en 1953) está en marcha; pero no podemos olvidarnos que la resistencia algunas veces gana. 

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